Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 6 de febrero de 2018

Presentación de «Paseo» de Jesús Aguado


Los poetas antiguos no se preocupaban demasiado por el título de sus libros. Poemas era siempre la mejor opción. Los modernos se prodigan: títulos de poema, de sección, de cada libro. No todos los títulos dan pistas sobre el poeta. A veces hablan de otras cosas. Para comprobar si son buenos títulos, es decir, si en ellos el poeta ha dejado un vestigio de autorretrato, los relego a subtítulos y como título sitúo el nombre del poeta. «Jesús Aguado: Paseo». No solo es un buen título, sino que nos da la primera clave de interpretación. Si Jesús Aguado es el que pasea, «Paseo» no es un sustantivo, sino un verbo conjugado: [Yo] Paseo
    El título (o subtítulo) donde Jesús Aguado ha dejado una pista más evidente de sí mismo es en El fugitivo. Incluso desde su repetición: en el libro original, que es de 1998, y en la poesía reunida, de 2001. De hecho, pasear ¿no es también una suerte de fuga? Lo era, evidentemente, para Henry David Thoreau (1817-1862), el caminante norteamericano que paseaba tan ferozmente como podía en contra de una sociedad que detestaba. La fuga de Jesús Aguado, sin embargo, es otra. Se descubre en unos versos del libro de 1998: «Soy el que escapa, el fugitivo aquel / al que persiguen sus miradas / sus gustos los paisajes las sillas de su cuarto / sus opiniones y sus libros el café de las siete / la sombra de su cuerpo en primavera».
    El arte de la fuga de Jesús Aguado le concierne, evidentemente, a sí mismo. Y es poliédrico. Empieza quizá desde el nacimiento. Él mismo ha dudado durante años, en las solapas de sus libros, dónde situarlo. Sabemos que fue «casi en Sevilla», afortunada fórmula para huir del Madrid que le vio nacer y poco más, pues en seguida huyó hacia el sur. Continúa con su formación, inquieta, compuesta de diversos caminos súbitamente abandonados. Tal como abandonaba con nocturnidad ferroviaria su ciudad, Sevilla, para visitar a la mañana siguiente en Madrid a María Zambrano y regresar, luego, en el tren nocturno. Anécdota que nos proporciona un dato del fugitivo: la formación la elige el sujeto, no las circunstancias.
    Ahora bien, la verdadera fuga de Jesús Aguado es la poética. De hecho, cada libro suyo es una aventura temática, estética y formal radicalmente diferente. Así, temáticamente, cada uno de sus títulos se adentra, investiga e incluso agota un tema distinto. Diría más, un universo significativo. De Paseo se puede afirmar que anhela captar el instante, lo efímero, lo intrascendente y descubrir detrás su trascendencia.
   Cada libro establece también sus propios límites estéticos, en estrecho vínculo con el tema. La estética no es un equipo de fútbol del que ser seguidor, como a veces parece, sino una herramienta de la que dispone el poema para cobrar existencia. A lo extenso de su obra Aguado ha practicado diversas modalidades estéticas. Por ejemplo, en sus títulos iniciales, como el célebre Amores imposibles (1990) utiliza la ironía, la descripción, el ingenio verbal y el carácter narrativo propios de una estética figurativa. En sus libros visionarios, acaso el más estremecedor entre los cuales sea Lo que dices de mí (2002), predomina una estética abstracta. La estética, digamos, hindú, aquella que Jesús Aguado absorbió en sus estancias en la India y en la dedicación como traductor a su poesía devocional, sobresale en un libro tan importante como Los poemas de Vikram Babu (2000). Y finalmente existe también una estética elíptica, que recoge influencias orientales y que el poeta utiliza con sagacidad para hablar del presente. Una estética que le permite huir del costumbrismo que acecha detrás del presente gracias a esa mirada esencial, como ocurre en el espléndido libro Verbos (2009). Estética elíptica que es la que acoge y ampara Paseo, un conjunto de observaciones escrito íntegramente en haikus.
     Y finalmente, cada libro de Jesús Aguado es una aventura formal. Creo que no existe ninguna forma métrica tradicional que no haya utilizado en algún momento de su obra poética, afirmación que también puede extenderse a las múltiples formas que presentan las formas libres. De hecho, Jesús Aguado no elige sus formas, deja que cada tema o motivo que aborde sea quien se acomode en una métrica.
     El paseo que pautan los poemas de Paseo ha elegido el haiku. No es tampoco una elección casual. Jesús Aguado fue discípulo de Bashō. Su versión de Camino a Oku y de los Diarios de viaje (2011 y 2014) fueron la academia donde Aguado aprendió la difícil e intricada técnica que es capaz de diluir una gota de sabiduría en diecisiete sílabas. No es su primer libro de haikus, le precede Algunos haikus (o no) desde la nada (2007). En este conjunto se encuentra el que considero como el mejor haiku escrito en castellano que yo haya leído nunca: «Con sus patitas / la cucaracha muerta / sostiene el cielo».
     Paseo comparte y extiende una tradición literaria que me gustaría evocar ahora sucintamente. Como es sabido, el primer occidental que realizó un viaje sin objetivo concreto, y luego lo contó, fue Francesco Petrarca, quien en 1336 ascendió al Monte Ventoso con el único propósito de contemplar el paisaje desde la cumbre. Y posteriormente se lo escribió en una epístola a un amigo. Este viaje personal, con el exclusivo fin de disfrutar de la naturaleza y movido solo por el deseo de la contemplación tuvo un evidente propósito: el conocimiento del propio sujeto que contemplaba. El reconocimiento del yo. El mismo yo que pasea en este libro de 2018.
     A veces los occidentales escribimos la historia delante de un espejo. En el siglo II, es decir, más de mil cien años antes, Zhang Zi, calígrafo chino de la dinastía Han que se dedicó a la construcción de jardines, escribió un día una frase que podrían compartir Petrarca y Aguado tras sendos paseos: «Siempre que me encuentro de buen humor me voy a pasear en mi pequeño jardín, sintiendo que el paisaje y el ser humano son uno». 

[Inédito, 2018]

(Librería Animal Sospechoso. Barcelona, sábado 3 de febrero de 2018)

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