Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 5 de abril de 2012

La escritura sin mecanoescrito

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Pertenezco a una generación que nació unos veinte años antes de que se expandiera la informática de consumo, después conocida como «nuevas tecnologías» o incluso, por los más eufóricos, como «revolución tecnológica» —que acaso sí acabe siéndolo. Esos veinte años previos a la expansión informática les permitieron asistir en directo, a los miembros de mi generación y de las anteriores, a los últimos coletazos del imaginario de la Edad Media. En mis veraneos infantiles veía a mi abuelo, por las mañanas, aderezar el borrico y salir a labrar con las mismas herramientas que había utilizado su padre, su abuelo… y así hasta posiblemente el siglo XV. Mi otro abuelo me subía al carro, que tiraba un mulo paciente y sosegado, y me llevaba hasta las eras, donde pasaba la mañana trillando sobre una plancha de madera en la que me encantaba tumbarme y dar vuelvas y vueltas al ritmo pausado del animal. Hasta las casas de mis abuelos había llegado el siglo XX, claro, alguna revista ilustrada, alguna olla, los colchones de muelles o una mesa de formica, pero posiblemente se mantuvieran vigentes más estructuras antiguas —desde la propia distribución de la casa— que elementos contemporáneos.

Debí de tener la primera noticia de la existencia de la informática hacia 1977, es decir, hacia los diecisiete años. Posiblemente la información se debiera más a la edad que a la fecha, pero tampoco creo que los mayores pudieran adelantarla mucho. Aquella informática inicial no se relacionaba directamente con máquinas, como ahora, sino más bien con el desarrollo de una suerte de lógica, en general bastante peregrina. Se trataba de establecer puntos de los que partían siempre dos opciones, de las cuales partían dos nuevas opciones en cada una, y así sucesivamente. Hoy denominaría a aquellas estructuras informáticas «factrales», pero dudo que en la época conociera este término.
Posiblemente el verano de aquel mismo año una prima me hablara por primera vez de la existencia de un ordenador, que utilizaban en su oficina y ocupaba toda una habitación. Y quizá me enseñó alguna tarjeta perforada con minúsculos circulitos como quien muestra una maravilla exótica, que sin duda observé con la misma atención que se le suele dedicar a una pieza artística, esperando encontrar qué dice el objeto, o más exactamente, qué le sugiere a uno su apariencia.
Hacia 1985 veía funcionar con normalidad ordenadores de sobremesa en tareas de gestión, pero desconocía su funcionamiento. Recuerdo con vivacidad, a pesar de los años, una idea que pervivió un lustro: la conciencia de mi analfabetismo informático. Y recuerdo perfectamente cómo la idea caló en mí, se alió con mi desconocimiento del inglés más elemental —en la escuela había estudiado solo francés— y me produjo una clara sensación de fracaso ante la modernidad que me llenaba de impotencia. Tenía veinticinco años y ya me veía superado por los tiempos.
Una tarde de 1990 me senté delante de un ordenador con el espíritu de un pionero. Cómo guarda el recuerdo esas estampas en las que uno se supera a sí mismo. Descubrí que aquel aparato le añadía una segunda dimensión al que yo utilizaba habitualmente, mi máquina de escribir —una Adler Tippa S, mi pertenencia más valiosa—. Como la máquina de escribir, la escritura en el nuevo aparato avanzaba tipográficamente en sentido lineal, pero añadía un cursor que mediante el uso adecuado de ciertos botones, cuya mecánica exigía cierta destreza, le permitía a uno moverse por lo escrito y realizar cambios o añadidos sin alterar lo realizado. Poco tiempo después un compañero me mostró la tercera dimensión del proceso —hoy casi desaparecida en los programas de uso común—, el acceso a las instrucciones y órdenes que mediante el uso de los botones el escribiente había utilizado en el texto no sólo para su escritura, sino también para su edición. Aún hoy echo de menos el borrador informático accesible en aquel primer programa de composición de textos, el WordPerfect. Esta tercera dimensión, hoy obviada por los programas de uso actuales, redimía de la conciencia de iletrado informático: uno sabía siempre que al teclear le había dado órdenes al aparato y cuáles eran estas (la edición del blog en modo html conserva aún un ligero recuerdo de aquel inicial espejismo de conocimiento informático).
Hacia 1995 accedía esporádicamente a Internet y en 1997 tuve mi primera conexión estable a la red y mi primera cuenta de correo electrónico: ciller@datalogic.es. Ese mismo año participé en un proyecto de sitio informático literario, iniciador sin duda de lo que una década más tarde se conocería como la red 2.0, pero tuve que abandonarlo unos meses después ante la imposibilidad técnica de realizar por mí mismo una edición adecuada de los textos que, gracias a un programa de transmisión de ficheros, si bien es verdad que conseguía colgarlos desde mi casa, no lograba nunca que aparecieran en la pantalla con la edición que deseaba para ellos.
La historia de las nuevas tecnologías ha trufado los quince años siguientes con efemérides y cambios de orientación notables, incluso revolucionarios, pero ninguno de ellos ha supuesto, creo, ninguna novedad profunda. Aceptado el concepto de trabajo digital, todos sus avances tecnológicos posteriores se diría que están dentro de una lógica que se recibe con la naturalidad de un proceso: el adsl, el desarrollo técnico de los equipos y nuevos periféricos, las pantallas planas, la web 2.0, las redes sociales, las pantallas táctiles, la interacción de soportes… han sido sin duda hitos de la nueva época, pero uno los vive como mejoras latentes ya en el propio sistema de informática de consumo en el que está inmersa su vida cotidiana, ya en todas sus vertientes y todos sus aspectos, desde los laborales, informativos, comunicativos, creativos, recreativos, comerciales, ya sea con voluntad de estudio y aprendizaje o de mero ocio y pasatiempo.
El 30 de noviembre de 2007 abrí mi primer blog, «El visir de Abisinia», aún en la red. Le precedió una conversación con Manolo Vilas, quien pronunció las palabras mágicas: «es cosa de tontos». La complejidad técnica que había encontrado diez años antes en la red me había alejado de cualquier intento de intervención activa en ella. Había asumido un nuevo analfabetismo. Por eso las palabras de Vilas me abrieron una expectativa, de repente pensé que sin duda una década no pasa en balde y tal vez ya no era tan difícil colgar documentos en la red como antes. Lo probé y era cierto. Desde entonces he abierto no menos de veinte blogs, de diferentes asuntos e intereses. Algunos los he borrado, otros navegan a la deriva ya cerrados, y siete —número para mí con valores estructurales— continúan en activo como los brazos de mi actividad con la literatura, desde la creación poética hasta la crítica literaria.
Y en este punto cabe formular una pregunta: ¿habrá afectado este proceso de asimilación por extenso de la informática al concepto de escritura literaria con el que me había formado durante la adolescencia y juventud, y casi madurez, sin noticias de la red o con un uso parcial y precario?

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En un principio, el uso del ordenador no debiera suponer una variante en los hábitos del escritor, dado que el paso del manuscrito al mecanoescrito lleva ya más de un siglo asimilado por los autores. El proceso se podría resumir así: el escritor acumula anotaciones, esquemas, borradores y correcciones de su obra durante una primera fase, en este período inicial suele abundar la forma manuscrita, aunque su combinación con el uso de la máquina de escribir, antes, y del ordenador, ahora, es también frecuente. Cuando la obra se considera madura, el autor procede a realizar una copia en limpio tipográfica: el mecanoescrito. Este es el último paso que el autor realiza, por sí mismo, en el proceso de composición de una obra, haya sido este arduo o liviano, largo o breve en el tiempo. Una vez realizado el mecanoescrito es posible que aún continúe añadiendo correcciones o reescrituras, que exigirán un nuevo mecanoescrito. Cuando este se considere definitivo, se iniciará —o no— un nuevo proceso, conducido ahora por un elemento ajeno al bionomio obra-autor, el editor, que puede recomendar o exigir nuevas modificaciones, que siempre acabarán en la elaboración de un ulterior mecanoescrito.
El ordenador apenas influye. Es posible que muchos autores hayan desterrado ya la escritura manuscrita de la fase inicial, y que esta se realice sobre un soporte electrónico. Dudo que este hábito pueda afectar a la escritura, puesto que el proceso está siempre ordenado por su final —ya sea como aspiración o como encargo—, el libro. Y el libro impone necesariamente los mismos pasos: la construcción de la obra, la elaboración de un mecanoescrito y el proceso de edición. Cada una de estas fases tiene una implicación de tiempo insoslayable. Es posible que la sociedad tienda a agilizar estas tres fases, incluida la primera —se observa en los cada vez más frecuentes errores de todo tipo, propios de las prisas, que lastran las publicaciones actuales—, a pesar de ello cualquier edición en libro implicará varios meses de trabajo y espera, y con frecuencia años. El ordenador contribuye a facilitar algunos pasos; por ejemplo, las reescrituras no exigen un mecanoescrito nuevo, puesto que siempre se trabaja sobre el mismo mecanoescrito, desde la primera línea; o por ejemplo, el traslado de este mecanoescrito a los programas de edición, que no necesita de un nuevo tecleado. Nada de ello, sin embargo, afecta a la creación de manera directa.
El eje de simetría de este proceso es el mecanoescrito, frontera entre el trabajo del autor y el trabajo del editor. Sin mecanoescrito, no hay obra literaria impresa. De hecho, cuando no existe mecanoescrito ni autor, pero sí herencia escrita, se nombra un editor literario que asume la responsabilidad autoral para la conversión de los vestigios, por más dispersos que sean, en un mecanoescrito que asumirá el editor bibliográfico.
El mecanoescrito es la columna vertebral de la obra literaria que aspira a ser considerada como tal. De hecho, se podría afirmar que todos los movimientos —inspiración, bosquejo o escritura— de un autor fluyen idealmente hacia una concepción del mecanoescrito, símbolo primero del libro que aspira a ser. Y todas sus acciones culminarán en el mecanoescrito, paso obligado para que un tercer actor, el editor, tome el testigo y culmine el proceso.
El mecanoescrito dota a la obra de la unidad que reflejará posteriormente el libro, por disperso o dispar que sea su origen. Esta unidad, la que alcance el mecanoescrito, se mantendrá después en toda la vida impresa posterior de la obra: lecturas, juicios, valoraciones, indexaciones, citas, referencias, relecturas…
Tal como se concibe la obra literaria en la tradición occidental, se diría que la idea del mecanoscrito —heredera del manuscrito, cuyo nombre utiliza normalmente— es un elemento consustancial a la escritura y su vertebrador.
Y después, en ocasiones mucho tiempo después, a veces con carácter póstumo, el mecanoescrito se convierte en libro.

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Lo que se ha afirmado sobre el papel del ordenador en el proceso de construcción de un libro parece que no se pueda repetir al valorar la otra vertiente de la revolución tecnológica: la aparición, desarrollo y extensión de Internet, una red que conecta todos los contenidos ideados por cualquiera que acceda a ella, bien como emisor, bien como receptor.
La red ofrece a quien haya escrito una función novedosa: puede convertirse en el editor de su propia escritura. El principal atractivo y utopía de esta oferta es el hecho de que el binomio autor-obra culmina el proceso completo, y como tal puede presentarse ante los lectores sin la intervención de un tercero, el editor. La industria informática, empujada por lo que se conoce como la Web 2.0, ha facilitado poco a poco, mediante programas que resuelven la complejidad técnica del proceso, la publicación de contenidos en la red. La creación de páginas web, primero, de blogs, más tarde, y la irrupción de las redes sociales, en el presente, trazan el camino por el que han sido publicados y leídos contenidos literarios en esta última década.
Infinidad de escritores han utilizado y utilizan medios electrónicos, antes, al mismo tiempo o después de haber publicado obras en papel. En la mayor parte de los casos, Internet sirve como un ámbito complementario o informativo de su actividad principal, que es la escritura con la finalidad de construir un mecanoescrito, que después se pueda convertir, o no lo logre, en libro. Libro que, a su vez, puede también tener una versión digital legible en un soporte adecuado, hecho que parece cerrar el círculo electrónico.
Estos escritores incluyen en su complemento en red (web, blog, página personal…) enlaces y referencias a noticias sobre su persona o su obra, republicación de artículos periodísticos o críticos y, en el mejor de los casos, un dietario más o menos denso. En este caso, se puede repetir lo dicho para el uso del ordenador, el escritor no se enfrenta a un fenómeno nuevo que altere significativamente su labor creativa, sino a la dinamización y divulgación de procesos ya conocidos, desde el recorte hasta el diario personal.
Ordenadores y redes informáticos han alterado los hábitos del creador literario, pero no sustancialmente. Han imprimido velocidad a hábitos ya existentes, o han multiplicado las actividades complementarias, informativas y, por qué no, también reflexivas del escritor. Ahora bien, su obra, cuando decide emprenderla, trabaja en la construcción de un mecanoescrito que se convertirá más tarde en libro, en papel o digital. Y eso sigue siendo lo sustancial.

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Una parte de los escritores que utilizan la red, mayor cuanto menos joven y reconocido sea el autor, se han planteado en esta década la posibilidad de centrar su obra creativa en la publicación electrónica en Internet. No solo han utilizado los lugares informáticos para mostrar actividades complementarias a su creación, sino como destino final de esta, sin importar el modo cómo se presente: poemas, narraciones —breves o extensas—, reflexiones, dietarios literarios… o sencillamente textos. Las ventajas son evidentes: el autor es el editor, la edición se resuelve con carácter inmediato, la consulta y lectura exige una única condición (conexión a la red), despreciando todas las demás, incluida la distancia física, y hasta idiomática, entre autor y lector.
Es posible que estos textos sean partes de un mecanoescrito que aspira a ser un libro. En este caso, la aparición efectiva del libro dará un sentido ya conocido a lo publicado en la red como adelanto o muestra de la obra; es decir, sumará esta publicación electrónica al catálogo de hábitos propios de la escritura que la informática apenas agiliza o dinamiza, sin modificarlos sustancialmente (§ 3).
Algunos escritores, despejada ya la infinidad que usan la red para actividades complementarias y los que acuden a ella como sucedáneo del libro, crean única y exclusivamente para su difusión en Internet, ya sea en un sitio web, en un blog o en la página personal de una red social. Su experiencia en esta actividad empieza a ser relevante y tal vez sea el momento de valorar la dimensión y límites de su trabajo en el nuevo soporte.

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Desde el día 30 de noviembre de 2007, cuando se publicó en la red la primera entrada del blog «El visir de Abisinia», me puse a mí mismo una condición: aquello que escribiera nacería sólo para ser publicado en la red. Busqué una forma que se adaptara lo mejor posible a la lectura por pantalla y que mantuviera alguna condición heredada de la poesía, pero no el verso. Di con lo que buscaba inmediatamente y desde ese día se han publicado unas 600 entradas en el blog. No todas han sido tratadas con la atención que se exige a una escritura literaria, pero en la mayoría he implicado este empeño. Con esta experiencia empiezo a valorar las dimensiones y los límites de la publicación electrónica como medio de escritura literaria.
Lo primero que la experiencia ofrece siempre es la inexactitud de las ideas que se tienen sobre las cosas a priori. En párrafos anteriores he subrayado las virtudes del binomio autor-obra como logro de la red. Es decir, la extirpación del tercer elemento, el editor. Hoy día ya no se suele considerar una virtud el hecho de que un texto no tenga editor. A crear esta idea han contribuido con cientos de artículos y entrevistas, sobre todo, los editores de libros, exaltando las bondades de su oficio. Y en algo tienen razón. El binomio autor-obra nunca es solo cosa de dos. Siempre hay un tercero, también en la red. En este caso no se trata de una persona, sino de un conjunto cifrado de órdenes de edición: el programa informático de publicación electrónica. El papel del programa es tan determinante para la escritura en la red como el editor lo es para la publicación en papel. Acaso más, porque si bien se puede cambiar de editor con relativa facilidad, una vez elegido no es tan fácil cambiar de programa informático. Una vez abierto un blog, no hay posibilidad de escribir para la red sin escribir en el blog. El programa es el tercer elemento que condiciona en su totalidad lo que autor y obra decidan hacer en conjunto. Mucho más que un editor —que en muchos casos solo interviene a posteriori—.
Sin ser consciente de que lo hacía, en los primeros pasos que di en la creación de «El visir de Abisinia» tomé las decisiones de escritura en diálogo y con el acuerdo del programa que las iba a mostrar, Blogger. Y desde entonces, allí donde haya querido ir ha sido solo con su beneplácito técnico. De hecho, la forma en la que se ofrece este conjunto invertebrado de 600 textos —que quisiera— literarios no se debe en absoluto a mi proyecto, sino a sus reglas de publicación.
La diferencia, sin embargo, entre el editor-persona y el editor-programa, en su incidencia sobre el desarrollo de la escritura literaria, es abismal. El editor impone siempre, como inicio de su labor, la existencia de un mecanoescrito. El manuscrito, como se denomina habitualmente, es el documento que el editor conoce, valora, rectifica o corrige, cuida, maqueta, diseña y manda imprimir. Es cierto que algunos escritores —recuérdese, como ejemplo, el baúl de Fernando Pessoa— desengañados de la edición convencional, han creado desentendiéndose del mecanoescrito, acumulando en ocasiones textos dispersos, desordenados y sin jerarquía. Pero los lectores los conocen porque alguien se ha erigido en editor literario y con la dispersión ha confeccionado un mecanoescrito. O, en el caso pessoano, varios, pues alguna de sus obra conoce organizaciones diferentes de los materiales, bajo el mismo título, obra de editores distintos que han preparado mecanoescritos obviamente tan diferentes entre sí como lo hubiera sido el que hubiese ordenado Pessoa de haber tenido tiempo y ganas de hacerlo. El editor implica necesariamente la existencia de un mecanoescrito, es decir, de una idea, organización y unidad de la obra. Subrayo: una única idea, organización y unidad de la obra.
En el polo opuesto, el programa informático permite la extensión de la obra que el autor sea capaz de darle, pero le impide de manera absoluta que su obra cobre el sentido de un mecanoescrito. Será obra, pero no mecanoescrito. Podrá crear un mecanoescrito con esa obra, para su posterior edición en papel —yo mismo lo he hecho en dos ocasiones a partir de textos del blog—, pero ese mecanoescrito no podrá tener existencia dentro del blog, por la sencilla razón de que el blog no admite mecanoescrito que no sea su propia proyección cronológica. Solo en el caso de un dietario se podría afirmar que blog y mecanoescrito coinciden, pero a todas luces resulta una conjunción menor en el universo literario.
El blog —y por extensión la red— obliga al escritor a prescindir de la aspiración al manuscrito, al mecanoescrito. Con esta imposibilidad el escritor, a cambio de que su obra se halle siempre accesible, pierde elementos esenciales que han estado presentes en los hábitos de escritura literaria desde la invención de la imprenta: la estructura, la ordenación significativa de los materiales, el diálogo entre las partes y la unidad de un conjunto complejo de textos elaborados paulatinamente en el curso del tiempo con ese propósito. El autor del blog puede trabajar con los mismos parámetros —estructura, orden, diálogo, unidad—, pero el programa los convierte en invisibles.
El blog permite, de hecho, diversas lecturas de lo escrito: la pieza que ocupa el momento presente, la linealidad cronológica inversa, la búsqueda temática mediante las etiquetas y el recorrido azaroso. Ninguna de las cuatro posibilidades coincide, sin embargo, con la lectura de un mecanoescrito diseñada como tal. Menos la azarosa, el resto de lecturas son las que prevé o dirige el programa. Sin duda se puede acceder a un conjunto vasto de textos a través de ellas, pero no a los valores de estructura, orden, diálogo y unidad que caracterizaban la existencia de un mecanoescrito.
La ausencia de manuscrito es la característica principal de la escritura para soporte electrónico en red. El escritor se convierte en autor de instantes de escritura que nacen y mueren en sí mismos. El presente es a veces mucho más rico que el papel —las visitas superan con creces cualquier utopía de edición convencional—, pero se circunscribe a un único momento, o a la revisión de momentos aislados de escritura. La escritura de una obra, según el modelo que había fraguado el mecanoescrito, es inalcanzable. Imposible. Y esta imposibilidad lleva como pareja otro impedimento mucho más serio: el trazo evolutivo —tanto el interno de la obra como el externo del autor—como generador de sentido. Los significados en el soporte en red se yuxtaponen, nunca se imbrican. Son sucesiones, no argumentos. Y este posiblemente sea el límite más inflexible que ofrece la creación literaria para la red.

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La ausencia de mecanoescrito en la edición de una obra en la red, de hecho, puede no afectar al autor, que acaso sí se haya esforzado por dotar a su obra de organización, estructura, unidad y evolución, pero siempre afectará al lector, puesto que estos elementos —tan evidentes en la lectura del libro— son en la pantalla prácticamente invisibles. Tal vez algo más: irrelevantes. Es decir, la lectura en la red nunca los tiene en cuenta, no están en su horizonte de expectativas; los desprecia.
En ocasiones el autor centra sus esfuerzos en utilizar el programa de modo que este venza su ceguera hacia las virtudes del mecanoescrito y convierta lo publicado en red en una edición análoga a un libro. Sus pretensiones con frecuencia chocarán contra las características técnicas del programa, que no ha previsto sus necesidades. Es posible que al principio las achaque a una debilidad de los programadores, pero poco a poco descubrirá que la ausencia de mecanoescrito está en la esencia de las aplicaciones vinculadas a la Web 2.0. Los programas tienen solo funciones sociológicas, amparan únicamente los contenidos que puedan proporcionar un número muy alto de personas. Siempre será una minoría quienes se sientan capaces de elaborar un mecanoescrito con los atributos de significado, unidad y argumento sostenidos; y por el contrario, la mayoría de usuarios son capaces de elaborar contenidos circunscritos a una lectura inmediata, cerrada y concreta. La ausencia de mecanoescrito emerge, pues, de la propia concepción sociológica de la red, que necesita para nutrirse únicamente factores cuantitativos.
Una de las sorpresas que tuve al publicar en papel textos del blog, ya organizados en un mecanoescrito, fue comprobar que lectores conocidos y habituales de mi página informática me agradecían que en el libro hubiera tantos textos nuevos, inéditos. No había ninguno. Todos los publicados en libro habían aparecido previamente en el blog. Sin embargo, sí había algo inédito en el papel, que sin duda era lo que proporcionaba la impresión de material desconocido a quien lo leía por segunda vez, existía un mecanoescrito: estructura, diálogo, sentido global y unidad. Con estos mismos factores he escrito los 600 textos restantes de la publicación informática, pero en pantalla son inencontrables por el mero hecho de que nadie los espera ni se topa con su existencia.

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Con la creación sin mecanoescrito aparece una nueva dimensión de la actividad literaria, esta sí desconocida hasta el momento: la escritura sin lectura. Es conocida, y hasta venerada, la escritura sin lectores coetáneos. Algunos de los mejores escritores de la modernidad han escrito sin un horizonte inmediato de lectores, y de esta expectativa han salido las obras más radicales (Kafka, Pessoa…) de la modernidad. Nadie hasta este momento se había enfrentado a la conciencia de la muerte de la lectura, por más lectores que existan. Paradójica muerte, en efecto, pues se produce junto al aumento exponencial de visitantes de sus textos, un espejismo gracias al cual la imposibilidad de leer en sentido literario lo expuesto en pantalla suele pasar inadvertida.
La literatura se va a enfrentar dentro de muy poco a una modificación profunda de los soportes que la divulgan, en un proceso aún en ciernes, pero que ya se ha iniciado. La cuestión esencial que deberá afrontar en la nueva era informática posiblemente no esté relacionada tanto con los hábitos creativos como con los hábitos, modos, medios y niveles de recepción. La crítica del siglo XX había subrayado con tino la labor creativa del lector; ahora bien, a esta literatura que contaba con la complicidad del lector, ¿qué supervivencia le aguarda tras la muerte de la lectura? Es más, uno se pregunta cómo lograrán adensarse y evolucionar los valores literarios sin que el acceso a los textos asegure su visibilidad. La literatura ha sabido superar las más aciagas circunstancias en las que apenas existían lectores o se les perseguía, emergiendo siempre purificada; la cuestión ahora se plantea en términos desconocidos: ¿podrá soportar la multiplicación de lectores, pero la desintegración de la lectura?
A todo sistema caduco, y el libro posiblemente ya lo sea, le aguarda su sustitución por un sistema renovado. La tarea hercúlea de la literatura para asegurar su futuro ya no será seguir creando modelos imaginativos, sino asegurar que lo imaginado no desaparezca, o resulte invisible, irrelevante, en el momento de ser expuesto. Su labor más ardua: hallar el verdadero sustituto del mecanoescrito en los sistemas digitales, pues ningún programa actual es capaz de acoger lo que este contiene y ofrece. Su amenaza mayor acaso sea la de convertirse en un producto industrial, es decir, en serie, inocuo, idéntico en su presentación, agradable a la vista, convencional… sin acceso posible a las complejidades de la lectura.

[Inédito]

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