Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 13 de diciembre de 2013

VER A MARTA CANTAR. Presentación de «Caleidoscopio» de José María Micó


No sé si he comprado algún libro por consejo del poeta José María Micó (1961), pero sí tengo varios cedés que no pude dejar de ir a buscar después de oírle hablar de alguno de sus descubrimientos discográficos. Recuerdo, por ejemplo, el día que apareció como niño con juguete nuevo hablándonos del Guayabero y nos recitó la mitad de las letras del disco, levemente entonadas. Nada más salir del café me fui a una tienda. Tal ha sido siempre su entusiasmo —contagioso— por la música con letra.
        Ayer fue la presentación de consolación (para los que no pudimos ir el 11 de noviembre) de Caleidoscopio (Visor, 2013), en Fizz Barcelona, un local nocturno casi anodino pero con una virtud esencial para lo que íbamos a presenciar, un equipo de sonido y una sonoridad esquistos.
Tal vez resulte más interesante empezar por el significado del acto que por su descripción. Quizá en este caso valga la pena anteponer el tema al asunto. Es decir, empezar por el final. O por uno de los finales. Lo ocurrido anoche tenía la rara aureola de los sueños imposibles de repente cumplidos. Imposibles, al contrario de lo que suele pensarse, no por dificultosos o inalcanzables, sino porque su sencillez hace que se quedan atrás en el camino. Y entonces uno tiene que dar la vuelta al planeta para encontrarlos. Como si empezara de nuevo. Así que el galardonado poeta Micó, el prestigioso filólogo, el fiel gongorista, el cervantista (acaso también cervantino) perspicaz, exquisito traductor del Orlando y otras italianerías, el profesor universitario, en suma, se habían pasado muchos pueblos (como se ve) del sueño imposible de José María Micó: ser letrista de canciones.
Ya había dado señales Micó de su secreto. En 2002 dejó caer un libro como quien no quiere la cosa donde se le veía la afición letrista: Verdades y milongas (DVD, Barcelona), volumen que reedita y amplía un título anterior que nada oculta: Letras para cantar (Pamiela, Pamplona, 1997). Pero han tenido que penar diez o quince años esos poemas ápteros de las notas que convierten una letra en una canción. Porque el sueño de un letrista de canciones no es componer poemas que parezcan canciones, sino canciones que alguien cante. A Lope le pedían las damas sonetos, pero los tiempos han cambiado y las muchachas a los poetas ahora si algo se les ocurre pedirles es, claro, canciones: Mi alegre Valentina, una muchacha / que se empeña en quererme, / me pide una canción. Veré si logro / que me salga decente.
A Micó las canciones siempre le salen docentes. Claras y bien hechas. No en balde ha tenido que recorrer lo que ha recorrido para llegar a firmar una milonga. Aunque su decencia, y ahí empieza lo interesante, juega al escondite con la indecencia. Porque una canción que no dé algunos pasos sobre el ángulo recto del acantilado en día de galerna es una barcarola.
Las canciones que escribió en 2002 no se convirtieron (no se disminuyeron iba a escribir) en letras de canción. Se leyeron solo en las páginas de un libro. Como poemas. Y siendo poema más que letra, ese destino mayor dejaba en el sueño —imposible por superado— un poso de insatisfacción. El mismo que esta noche limpia definitivamente del fondo del vaso de las ilusiones. Vaso del que emerge la aureola que da emoción al acto.
Si se piensa bien, tiene algo de quijotesco esta presentación de Calidoscopio. Habiendo leído ya todos los libros (como Micó), al hidalgo le pasó por la cabeza durante un instante escribir él mismo un libro. Sabía que lo haría bien, pero desechó inmediatamente la idea. Los sueños no se curan con libros, solo la vida vale. E igual que el cincuentón manchego buscó las armas en el viejo desván, Micó desenfundó la guitarra que llevaba veinticinco años enfundada y se dijo, como el Quijote, para eso están los caminos.
Marta antes de cantar anuncia (al fin, tras tantos años): «letra y música de José María Micó». Y el halo de la satisfacción se expande por la sala. A veces uno tiene que esperar una vida para oír esta frase. A continuación Marta canta y Micó la acompaña a la guitarra. Nadie sabía que Marta cantaba. Tampoco Micó. Ni ella misma, casi. Marta no había cantado nunca, pero llega una edad en la que solo hay una manera de no perecer aplastado por quien uno ha sido. La de reinventarse. Y Marta un buen día se reinventó cantante. Y empezó, como una niña de quince años a la que sus padres apuntan a una academia de música, a tomar clases de canto. Es curioso que esta sociedad tan obsesionada por detener la edad a golpe de operación quirúrgica no haya descubierto todavía la fuente más barata de la eterna juventud: aprender. Mientras a uno le quede algo por aprender es joven. Y Marta empezó a aprender a cantar. Luego a cantar. Y ahora canta. Y al cantar, de repente, los inconvenientes de una vida se alzan en virtudes. La voz machacada de la profesora de literatura cobra ese matiz roto, personal, estremecedor con el que canta. La convivencia tantos años con los acentos de los versos le permite ahora cantarlos comprendiéndolos, sabiendo por qué están ahí y cómo han de ser leídos entre las notas de la guitarra para que percutan sobre el corazón de los oyentes.
A veces hay que dar la vuelta al planeta para llegar al sitio más próximo donde se quiere ir. Y uno se ha de enamorar, se ha de casar, ha de tener dos hijos y que estos tengan ya edad de tener sus hijos para ver cumplido, un día, un deseo; tal vez el que anoche pudo formular así José María Micó: sí, yo soy quien escribe las canciones que Marta canta.

Marta Boldú y José María Micó.

[Inédito]

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