Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 8 de diciembre de 2016

Joan Maragall: un siglo de ausencia y memoria


La madrugada del 20 de diciembre de 1911, con cincuenta y un años recién cumplidos, fallece en su casa de Sant Gervasi el poeta Joan Maragall. Sus últimas palabras fueron: «Amunt, amunt!» (¡Arriba, arriba!). En diciembre de 2011 se cumplió un siglo de ausencia y memoria. La muerte de un gran poeta suele convertir en símbolos versos escritos décadas antes. Su primer libro, y ahora su Poesía completa, se abre con el poema «Oda infinita», donde habla de una canción iniciada que no consigue acabar nunca. En una de sus estrofas se lee: «… si alguien conoce esta oda / en el momento en el que muera, / me la diga de memoria / palabra por palabra… / de la ignota maravilla / que nos une a la vida». Sus lectores saben que la oda que deberá cantar la belleza y armonía de un mundo bien hecho, y que el joven Maragall sólo alcanzaba a soñar entonces, será el conjunto de su propia obra, de principio a fin —«de cap a cap»— un único cántico a la vida y a su esplendor. Y quien en el momento de la muerte podría recitársela es, claro, él mismo. 
   No es una obviedad pensar en el Maragall moribundo recitándole una oda a quien fue el joven autor de su primer escrito. Un poema de 1898 —«L’ànima de les flors» (El alma de las flores)— empieza con la visión de dos flores abandonadas en mitad de un camino. No reconoce el poeta tristeza en su desaparición: «Moriremos muy pronto / —ellas pueden pensar— / pero el poeta nuestro brillo canta / y eso no morirá». En su esencia, la poesía de Joan Maragall es cántico: al amor conyugal, a la naturaleza, a la tradición heredada y a la convivencia entre los seres humanos, temas que él mismo enuncia en unos versos: «…que todo canta en mis entrañas / y que tengo mujer y que tengo hijos / y que en lo alto de las nobles montañas / hay un clamor de renacimiento que peligra». Esta gran oda laudatoria a la vida que imaginó tuvo que enfrentarse a una ardua dificultad, la necesidad de dar también un sentido armónico a aquello que parece contradecir la perfección cantada. Algunos de sus poemas memorables, como «La vaca cega» (La vaca ciega), muestran la altura que alcanzó la superación de este reto poético, religioso y filosófico: la vaca olvidada del rebaño por su deficiencia consigue dar sentido a su vida —abrevar, regresar al establo— por sí misma. Otros textos que plantean idéntica superación son «Después de la tempestad» o «Canto de noviembre», donde se lee: «¡Germans, alcem els cors, que tot és bell…!» (Hermanos, elevemos los coros, que todo es hermoso). Y la dificultad mayor de estos coros —«ni planyis mort lo que ha tingut ple ser» (ni llores por lo muerto que tuvo pleno ser)—, que es la propia muerte del poeta, cobra sentido en aquellos primerizos versos que escribió el jovencísimo Maragall: «… si alguien conoce esta oda / en el momento en el que muera…». Como a las flores olvidadas en el camino, el canto del poeta vence a la muerte. Y este es el gran tema de la poesía maragalliana: el reconocimiento de la armonía de la vida y su restitución allí donde se ha perdido.
    Entre los poetas laudatorios, Joan Maragall posee atractivo e intensidad singulares. El canto a la naturaleza, al amor y al renacimiento de la patria no se plantea nunca en un marco estático, idealizado o sublimado, sino como un proceso en el que el sujeto —el poeta, y de su mano el lector— participa en los vaivenes de la experiencia cantada; de hecho el texto poético es la descripción de esta experiencia. En consonancia con los grandes poetas caminantes, como los románticos ingleses, Rosalía de Castro o Antonio Machado, la naturaleza no aparece nunca como un concepto apriorísitico, sino como un paisaje definido, concreto, fruto de un costoso descubrimiento personal, que es el objeto del canto. Maragall no ensalza el mero paisaje, sino la experiencia —en el sentido de fenómeno que transmite la continuidad del conocimiento— lírica del paisaje; o dicho de otro modo, la experiencia del poeta asegura, entre lo heredado y la herencia, la continuidad del canto a la vida. Y esta es la memoria que merece la pena celebrar ciento y pico años después de aquel 20 de diciembre de 1911. 

 El Ciervo nº 726-727, septiembre-octubre de 2011

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