Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 26 de abril de 2016

JOSÉ LUIS GIMÉNEZ-FRONTÍN, UNA EVOCACIÓN


Conocí dos veces a José Luis Giménez-Frontín. La segunda, a partir de los años 90, cuando era presidente de la ACEC y coincidir con él en actos, en reuniones, en cenas dotaba de un encanto especial al tiempo. Y al paso de aquellos años también fui lector suyo de los libros que iba publicando, en prosa y, sobre todo, en verso. Y de algunos de ellos quise dejar mis impresiones por escrito. Recuerdo bien la sorpresa que supuso la publicación de Que no muera ese instante, libro mayor de aquella época, o los más recientes, La ruta de Occitania, una hermosísima recopilación poética y, cómo no, Los días contados, su reconstrucción de una vida. 
    Antes de esa segunda vez había conocido ya a José Luis Giménez-Frontín. En una ocasión más nebulosa y extraviada en la memoria, pero de la que me quiero acordar hoy. Debió producirse aquel inicial encuentro hacia finales de los años 70. Yo tendría 19 ó 20 años, no más, y cursaba segundo o tercero de filología. José Luis, si estas cuentas son buenas, tendría 36 ó 37 años. Nos llevábamos lo que va de una generación a otra, y si bien durante los muchos años que le traté, por segunda vez, eso no tuvo jamás la menor importancia; en la primera ocasión posiblemente perteneciéramos aún a dos universos paralelos. La experiencia que se tiene de la vida a los 20 y a los 40 no es nunca la misma; sin embargo la de los 40 y los 60 se parece bastante. 
    No sé muy bien cómo, un día apareció José Luis entre aquel grupo heterogéneo de estudiantes que quedábamos por las tardes. Era conocido de alguien y durante unos meses de aquel invierno —recuerdo el frío de las calles por el cobijo que él nos proporcionó— frecuentaba nuestras citas y se venía con nosotros a cines, cafés o conciertos donde asistiéramos. No consigo recordar nada en concreto de lo que hacíamos ni dónde íbamos, pero cuando la noche dejaba las calles sin transeúntes y los bares cerrados, José Luis, nuestro nuevo amigo, nos ofrecía su casa para seguir navegando en aquella oceánica afición de la época por anegar el tiempo en conversaciones. Vivía solo, entonces, en un piso de una casa vieja («Mi piso es muy pequeño» había escrito en un poema) de la calle Petritxol. Era un piso precioso, lleno de libros admirables y de objetos maravillosos. Nos tumbábamos por el suelo, en una alfombra, y hablábamos, hablábamos. ¿Dónde habrán ido a parar tantas palabras? 
    Aquel estudiante que era yo no sabía nada de José Luis. Alguien me susurró que era escritor y al día siguiente encontré La Sagrada Familia y otros poemas en la librería Porter, que tenía en aquella época las dimensiones exactas que entonces le otorgaba al paraíso. Encontré el libro y lo leí y hoy, 37 años más tarde, paso las páginas de aquel volumen delgado y discreto y redescubro no solo el primer Giménez-Frontín, sino aquel que fui yo subrayando sus versos, señalando sus palabras (—compruebo, por ejemplo, que en La Sagrada Familia descubrí el verbo coitar, que José Luis utiliza tres veces—) o diseminando asteriscos allí donde sus palabras me desvelaban a mí mismo. 
    De aquella lectura, en la que no sabía muy bien quién era Giménez-Frontín, y tampoco debía de saber con exactitud quién era yo, quiero evocar algunas sorpresas. La primera la señalo en la dedicatoria: unos cuantos nombres que desconocía y «añadiendo además a Janis Joplin». Es curioso, lo pienso ahora, nos separaba una generación, pero en 1979 la música carecía de marcas temporales, como después ocurriría con las afinidades literarias. También yo le hubiera dedicado un libro a Janis Joplin. 
    En seguida encuentro versos subrayados que indican que algo de mí ya debía de rondarle al joven que leía. Cito: «la historia de las piedras y de las miradas / me hacen sentir como un hombre nacido / casualmente en mi gris, mi querida, mi maldita ciudad». En esos versos aprendía que la construcción de la identidad se forja en la confrontación con el amor y el odio entreverados por la ciudad nuestra, que el diálogo con el espacio es siempre más intenso y determinante que con el tiempo. Eso lo debí de intuir entonces, leyéndolo. Hoy ya lo sé. Dos páginas después veo señalado el inicio de un poema: «¡Ay de quien a su espalda no cargue lo que han sido / sus errores, su miedo, / y converse con ellos como con una amante!». También la poesía sirve como enseñanza moral. Al fijarme en estos versos, que hoy hago míos sin dudar ni siquiera en una preposición, entonces aprendía. A entenderme, a comprenderme, a perdonarme. Una lección que es importante asimilar muy pronto para no convertirse en un infeliz. 
    En la página 25, de nuevo veo cómo mi lápiz no quería retratar al escritor, sino al lector, que imaginaba su poética futura en los versos admirados. Cito: «El frío de las guardias nocturnas en el puerto / cuando es sórdida el agua y se está solo, solo». Nunca supe nada de José Luis durante aquel invierno. Hablábamos de política, de literatura, de cine. Siempre de otras cosas, no hablábamos nunca de nuestras vidas. Es posible que todos nos sintiéramos un poco solos en plena metamorfosis de la sociedad que nos rodeaba, pero eso no era demasiado importantes, creo. Poco tiempo después José Luis desapareció de las citas. Y cuando, con el paso de los años, oía su nombre o lo leía en algún suplemento literario, no podía afirmar que lo hubiera conocido, ni tampoco lo contrario. Me temo que así fue aquella época.


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