Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 24 de enero de 2017

Detrás de lo visible. «Los Campos Elíseos» de Pablo García Baena


LOS CAMPOS ELÍSEOS, de Pablo García Baena 
Pre-Textos, Valencia, 2006

«Dejadme que os alabe en Pablo García Baena […] / un silencio grave / y el don preciso de las más honda comunicaciones»: estos versos, que escribió Ricardo Molina en 1948, cabe traerlos a la memoria tras cerrar las páginas de Los campos Elíseos, libro que el poeta «alabado» ha ido escribiendo en estos últimos dieciséis años, desde que apareciera en 1990 Fieles guirnaldas fugitivas. Y cabe evocar esos años cuarenta, cuando un pequeño grupo de jóvenes cordobeses –Ricardo Molina, Juan Bernier y García Baena- fundaron la revista Cántico. Con algunos ecos modernistas y la intacta devoción por una generación del 27 que la guerra había triturado, aquellos poetas decidieron interpretar su partitura a contracorriente de la época. Su camino desde ese margen estético y geográfico fue lento. A finales del los 60 los novísimos empezaron a comprender y valorar el gesto, pero sólo en los 80 Cántico obtuvo un reconocimiento pleno de crítica y lectores. 
    La estética de Cántico se preocupó por salvar para la poesía cuanto era objeto de las iras y anatemas del realismo social, desde la religiosidad hasta la métrica clásica, desde el espíritu grecolatino hasta la escritura barroca, elevada y hermética. Con las décadas se ha reconocido en Cántico su valor de puente (acaso mejor sería decir de catacumba) entre dos finales de siglo. Los campos Elíseos añade ahora un nuevo matiz a la valoración histórica de Cántico: sesenta años después de que aparecieran aquellas «Hojas de poesía» —se cumplirán en octubre de 2007—, su capacidad para mirar el presente, comprender su complejidad y decidir su metáfora resulta tan vigente, tan viva, ahora como entonces. No sé si de todas las estéticas que han convivido en el siglo XX se puede afirmar algo así. 
    Los campos Elíseos está compuesto como una partitura («tal vez sea la música, / igual a esa palabra almenada, / sólo misterio y precisión») y no solo porque el título de sus secciones evoque géneros musicales. Sus movimientos conducen al lector de fuera hacia dentro, desde la estampa orquestal y mundana hacia los puros silencios pianísticos de «Contrapunto», antes de que el libro se cierre evocando, por cierto, las melodías más Cántico del libro, como para que el lector las coree en la euforia del final del concierto. La primera parte, los «Temas de viaje», es una verdadera gramática de la mirada en un mundo saturado de signos exhaustos: un nombre inscrito para nadie en una losa de pizarra, un sillar desechado en Notre Dame, el agua del río que hasta la plaza «sube como un hocico humilde y lento», unos trotamundos aligerando la mañana frente a la casa de Boscán… Ese mirar a un lugar distinto de aquel al que todos miran, que Cántico tomó como lema en los cuarenta, sigue hoy, ya en otro siglo, salvando para la poesía lo esencial de la mirada poética: el poeta idílico ha dejado de ser el intérprete de un pueblo idílico, sencillamente es quien ve lo que nadie está mirando. Descripciones pictóricas o postales sevillanas comparten la singularidad de la visión poética. 
    Con especial emoción se leen los poemas que Pablo García Baena reúne en la sección «Contrapunto». Son los más intensamente líricos. A la luz de la edad (tampoco tomada demasiado en serio) el poeta muestra la perfecta simbiosis entre el sosiego religioso de quien cumple un destino y la ironía pagana de quien ama sobre todas las cosas la vida: «La espera se hizo larga. Ya me conoces, entra / al frágil hospedaje que me diste: la muerte, / la poesía». Silencios graves, honda comunicación; lección imprescindible también hoy.

[El Ciervo, 663. Junio, 2006]

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