Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 7 de enero de 2017

Aún nos queda Paterson. Una película de Jim Jarmusch


En una «Nota del autor» que precede a la edición de Paterson, célebre poema de William Carlos Williams (1883-1963), se lee «un hombre en sí mismo es una ciudad», idea que los primeros versos del «Prefacio» moldean ya con una determinación casi cosmológica: «Mas no hay / retorno: surgiendo de entre el caos, / una maravilla de nueve meses, la ciudad, / el hombre, una identidad —no puede ser / de otra manera—». «Identidad» que el director de la película Paterson, Jim Jarmusch, interpreta literalmente al hacer coincidir el nombre de su protagonista, Paterson, con la ciudad en la que ha nacido, vive y trabaja, Paterson, New Jersey. 
    No sería baladí afirmar que la gran literatura de vanguardia podría lucir un lema similar. Kafka, Eliot, Pessoa… exploraron la identidad cruzada entre la condición humana y los lugares donde se desarrolla. También al revés: cómo los espacios condicionan al ser humano. En suma, cómo lugar y ser comparten una «identidad». Pero ya que se habla de una película, tal vez convenga observar que la dimensión más diáfana de la intuición de William Carlos Williams, y germen de su poema, se encuentre en el cine, cuyos héroes y antihéroes han encarnado el destino de su «ciudad» —sea esta un perdido territorio o el planeta entero— de una forma casi obsesiva. 
   Es importante subrayar que la «identidad» cinematográfica entre ser humano y ciudad aparece siempre mediatizada por la estructura dramática que el género exige, en la que el protagonista es bien el héroe (todo el cine de acción lo ejemplifica), bien un antihéroe (basta con pensar en Woody Allen). El primer interés de la película «Paterson» es que no responde con facilidad a esta obviedad. El conductor que escribe poemas (o el poeta que conduce autobuses, aún no se sabe) no es un héroe —Jarmusch se ríe de la heroicidad de su protagonista cuando evita un crimen con una pistola de balas de espuma—, pero tampoco encaja en la convención del antihéroe. Se diría que no es una cosa ni la otra. El conductor-poeta convive con su amada, Laura. Un personaje construido con el traje alegórico del arlequín. Igual de arlequinamente contradictorio: soñadora y pragmática al tiempo, en Laura éxito y fracaso se entrecruzan con los blancos y negros metafóricos de sus obsesiones estéticas. A veces parece una heroína, otras actúa como un claro antihéroe. En la creación de este personaje el cineasta ha descargado la tensión que el género le exigía. Ella es no solo la síntesis del héroe y del antihéroe, sino también la constatación de que ambos polos ya se encuentran en los extremos cromáticos de la figura del arlequín: el blanco y el negro. El héroe absoluto frente al antihéroe competo. Es interesante constatar este juego simbólico para comprender la situación pletórica de matices (de grises) de Paterson —el conductor y poeta— en la trama simbólica de la película: carece de función. De hecho, parece que fuera nadie. Conduce un autobús a diario y escribe poemas en un cuaderno que nadie ha leído. Salvo, quizá, Laura, quien le insiste para que haga copias de sus poemas y los difunda, es decir, quien trata de conseguir que entre en el juego dramático de la «ciudad» tal como está estipulado hoy, es decir, se convierta en un héroe o, al no conseguirlo, se marchite como un antihéroe. 
    En este punto del análisis del personaje-nadie de Paterson hay que hacer un excurso. Los poemas que escribe para nadie Jarmusch los va transcribiendo en la pantalla mientras el actor los piensa y caligrafía en su cuaderno. Esta convención icónica implica al espectador en la trama emocional del relato cinematográfico. Los poemas secretos, que nadie ha leído, los espectadores en la sala sí los están leyendo. El interés de esta disfunción argumental es evidente: los poemas de Paterson le dan sentido simbólico —espiritual, se podría incluso decir— a cada uno de los hechos triviales de la vida cotidiana de su autor. Los trascienden. Una simple caja de cerillas encarna la dimensión de lo que es, para los espectadores, el sentimiento amoroso. Y esta transformación solo es posible a partir de la poesía. Es decir, el espectador comprende el valor de lo que Paterson escribe para nadie. De lo que la poesía consigue con la transformación de la vida (anodina y reiterativa) en emoción y sentimiento. 
    A partir de ese secreto desvelado —los poemas de Paterson son decisivos, como lo fueron los de William Carlos Williams para Paterson—, la interpretación simbólica del personaje se trenza sola. El conductor de un autobús urbano, un nadie que escucha todas las conversaciones como si no estuviera y conduce a cada persona al destino que cada persona ha elegido para sí misma. Este hecho, sin embargo, solo es conocido fuera de la película. Dentro de su vida en la pantalla, el conductor-poeta continúa no existiendo. Y en esta no ubicación —no es el héroe, pero tampoco el antihéroe, y rechaza las tentaciones para que ejerza de una u otra— se descubre la certera dimensión cultural que Jim Jarmusch ha asumido en Paterson. El (ahora sí) poeta-conductor —de quien se depende para alcanzar un destino, aunque no se sea consciente de ello— no es un héroe clásico ni un antihéroe moderno. Es, sencillamente, nadie. Alguien que está fuera de la «ciudad» que encarna —ni siquiera usa móvil— y cuya invisibilidad es idéntica a la de cualquier otro ciudadano. La única diferencia con los demás es que de este nadie (conductor) depende el destino de todos (los conducidos). Aunque nadie lo sepa nunca. Y esta es la condición inherente —y a veces olvidada— de la poesía. Rilke lo dijo antes: «el sueño de nadie bajo tantos párpados», y Jim Jarmusch lo ha dramatizado de una manera cinematográfica igualmente estremecedora.

[Inédito]

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