Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

martes, 18 de julio de 2017

El profesor Jiménez


EL MODERNISMO, APUNTES DE CURSO (1953), de Juan Ramón Jiménez 
Edición de Jorge Urrutia. Visor Libros, Madrid, 1999

El siglo XX empezó a ejercer de tal cuando se consumó su reacción ante todo lo que supuso el XIX, al menos en poesía. El odio al sistema retórico decimonónico —pletórico de rimas consonantes y largas tiradas de versos monocordes— igualó romanticismos y realismos con el modernismo finisecular en una misma y repudiada melodía. También Juan Ramón acabó con los ropajes modernistas a partir de 1916 y sometió su obra a un proceso de depuración que situó de paso la poesía española en pleno siglo XX. 
    El año 1953, sin embargo, la azarosa vida del poeta exiliado le volvió a encarar con el modernismo de su juventud, esta vez sentado con su flamante traje blanco entre una pintarrajeada pizarra y unas hileras de silla desvencijadas y dispares, tal como aparece en la fotografía de cubierta. Es esta foto uno de los documentos más interesantes del libro, compuesto por el programa del curso, apuntes mal tomados por estudiantes, la transcripción íntegra de unas pocas clases y algunas curiosidades académicas, como los exámenes que puso. La pobreza de las notas estudiantiles, sin embargo, se ve compensada por un aparato crítico de Jorge Urrutia de abrumadora exhaustividad. 
    Se advierte pronto el esfuerzo del poeta por asumir plenamente el papel de profesor universitario. Su programa presenta el modernismo como un «movimiento jeneral teolójico, científico y literario» (sic: las jotas son de Juan Ramón) equiparable a otros movimientos del pasado, como el romanticismo o el neoclasicismo. «No es una escuela», esta afirmación precede a un notorio intento de fría sistematización y académico distanciamiento. Y esta actitud se revela más evidente al comprobar cómo el poeta acaba por traicionarla. Ecuánime expone su rigor científico: «A mí no me interesan los datos particulares, las costumbres del poeta»; pera dos párrafos más adelante explica que «George Sand... era una señora que se dedicaba a raptar adolescentes inocentes, como Chopin... se los llevaba a Italia, a las Baleares, y se distraía con ellos». 
   Produce también cierto candor escuchar a Juan Ramón hablar de sí mismo en tercera persona, citando sólo su nombre propio; hábito que no impide, por cierto, que se recuerden pequeñas rencillas o incluso mezquinos ajustes de cuentas: «Juan Ramón escribe poemas desde los 15 años y antes que Unamuno». Un duelo soterrado enfrenta siempre a Juan Ramón con Unamuno, según el profesor Jiménez. 
    Los apuntes estudiantiles en los que se basa la edición son, al principio, francamente malos, aunque poco a poco van mejorando, sobre todo porque los jóvenes oyentes van acostumbrándose a los meandros de la riquísima memoria que habla detrás de las palabras del poeta. Algunas notas apresuradas dejan en el lector de hoy alguna inquietud. Hablando de Debussy se lee en los apuntes: «Sinfonía trágica, obra clara, oscura» y de repente la contradicción convoca matices y sugerencias certeras. En otro momento se lee en un párrafo donde se cita a otros autores ya fallecidos entonces: «Alejandro Sawa –muerto» y uno comprende que es verdad, que el nombre de Sawa va irremediablemente unido a su muerte trágica, que Valle-Inclán y Baroja convirtieron además en literatura. 
    Lo mejor de la convencional y felizmente contradictoria pedagogía del profesor Jiménez es su dependencia absoluta de los poemas para proponer o confirmar sus ideas literarias. No la poesía, sino los poemas, cabría decir parafraseando su estilo aforístico. Las referencias se apoyan siempre en poemas concretos y se advierte en seguida que su navegación precariamente profesoral va en busca de los poemas, que lee a los alumnos consciente de ofrecerles con ello lo mejor y más importante que sus conocimientos poseen.

[El Ciervo nº 587. Febrero, 2000]

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