Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 24 de junio de 2017

Presentación de VITRINA DE CHARCOS en Zaragoza. FNAC, 22 de septiembre de 2011


La edición de este libro me ha proporcionado algunas experiencias curiosas que sólo he conseguido explicar echando mano de la física moderna. Digamos que la idea de la realidad que nos brinda la física es también la idea con la que interpretamos todo lo que nos ocurre en la realidad. En la física newtoniana, por ejemplo, lo de la manzana y la cabeza que recibe el porrazo resultaba muy útil para pensar la publicación de un libro. El libro era la manzana y la cabeza el lector. El peso literario del libro estaba en relación con lo que se desprendía del árbol del editor, y el lector recibía una sacudida en proporción a las dimensiones del fruto. Así, una cereza literaria sobre nuestra mollera nos dejaba un pequeño trazo como de carmín en la frente, pero poco más, mientras que un libro sandía era capaz de desmoronarnos al instante y dejarnos sin aliento. En todo caso, siempre existían tres elementos de una rotundidad sin concesiones, el libro, el lector y el golpe.
    La física cuántica nos presenta ahora una realidad en las que nos tenemos que manejar con experiencias algo más difusas. El libro ya no es una manzana, sino una partícula, algo que a simple vista no se puede ver, ni comprobar ni casi existir. Exactamente como empiezan a ser ya los libros. A Valente le pidieron en la revista para la que trabajo un artículo inédito y envió uno publicado diciendo: “este texto ha salido en tal revista, pero como nadie lo ha leído, sigue siendo inédito”. ¿Existe algo más cuántico que un artículo publicado en una revista? Lo dudo. De hecho, si de verdad alguien quiere mantener inédito un artículo o guardarlo para que nadie lo lea, lo mejor que puede hacer es publicarlo en una revista literaria. Ahí nadie lo encontrará. La física cuántica nos dice que una partícula puede estar en dos sitios a la vez. Y esta es ya una experiencia frecuente en la literatura. Hay obras literarias que están a la vez en dos sitios. En Internet y en libro. Esta es una de ellas. Los poemas de este libro han sido pensados en una llamémosle métrica que se acomode bien al soporte de las pantallas. Y los poemas de este libro, son, como veis poemas de este libro. Están en los dos sitios a la vez, pero de una manera cuántica, es decir, a la vez son la misma partícula y a la vez actúan de manera diferente. Mis lectores de confianza, algunos amigos que siguen el blog y a los que mando el libro, a veces me cuentan qué les parece lo que escribo. Entregarles Vitrina de charcos ha sido para mí una experiencia cuántica. La mayoría me han dicho: “pero estos poemas que publicas no estaban en tu blog, ¿verdad?”. “Algunos sí, otros no” –respondo yo por mantener el abanico tapándome algún defecto. Un amigo que se había quejado muy amargamente de una serie de poemas dedicada a Roma cuando salieron en el blog, y que me hizo hasta pensar seriamente en descolgarla, me cuenta ahora, que en el libro esa serie ha sido una de las que más le ha gustado. Los poemas están en dos lugares a la vez, pero el lugar modifica la circunstancia, y esta afecta a la esencia del texto, de modo que los poemas significan una cosa en la pantalla y otra distinta en el papel. Es decir, serían frutos caídos del cerezo en unas lecturas y en otras voluminosas protuberancias de la planta de la sandía. Sin que el autor sepa nunca qué tipo de frutal está cultivando.
     Por otra parte si las obras literarias están en más de un lugar al mismo tiempo, ¿bajo qué sombra las encontrarán los lectores, la una y la otra? Estar en un lugar es estar en un lugar, pero estar en dos lugares al mismo tiempo es lo más parecido a no estar en ninguna parte. Porque en cada uno de esos lugares donde se está al mismo tiempo, se puede estar o no estar con igual probabilidad, de modo que las obras literarias convertidas en partículas se mueven de un sitio a otro cambiando de significado constantemente y el lector allí donde vaya a buscarlas puede ser que esté el significado que anhela o puede ser que no, no se sabe. Es decir: desaparece la cabezota del lector como final de la literatura. Y sin cabeza receptora de la sacudida, no hay, obviamente, golpe, impacto, lectura. Dicho de otro modo, uno no sabe si lo que ha escrito se ha publicado o no se ha publicado, si significa o no significa lo que significa y si existe o no existe el trámite de la lectura que convierte una escritura privada en un hecho literario. Uno no sabe nada: las partículas se pierden de su vista, no engendran manzanas, no ensucian frentes reflexivas, se multiplican como bacterias en la basura y con su hedor sólo consiguen marear al escritor.
Ni se me ocurriría, claro, cantar las excelencias de la sacudida newtoniana. Ya somos todos cuánticos. O cómo diríais vosotros, aragoneses, cuanticos somos. Ya somos demasiados, todos partículas desintegradas, escombros de una columna que creíamos que sostenía un templo.
     Seguimos creyendo en el templo, secretamente, pero nuestra experiencia nos marea, nos confunde, nos impide saber dónde está el gato exactamente, con lo que nos gustaba a nosotros acariciar el gato y dejar que este se arrimara a nuestra pierna y se arrellanara en nuestro sillón. Ahora no hay manzano, ni hay gato, sólo hay probabilidades, y las probabilidades son siempre injustas. Siempre hay algo que puede ser o no ser y otra parte que seguro que no es. De modo que si sumamos lo que no es a lo que puede no ser, nos quedamos con casi nada. Esta tarde presentamos un libro newtonianamente, aquí está la manzana, encima de la mesa, aquí está el árbol que somos Gairín y yo, y ahí delante están ustedes, que se han sentado a la sombra de la literatura para echarse una siestecita. Pero no sabremos nunca si atinaremos a atizarles en el cráneo con nuestros poemas para despertarles, o peor, si eso ocurre y se despiertan, no sabremos nunca en qué lugar se han despertado, si aquí, bajo la sombra de una librería, o allá, bajo la sombra de un hangar cuántico lleno de bytes. Es decir, no sabremos nunca qué estarán leyendo cuando nos lean. Como, de hecho, ha ocurrido siempre, aunque tal vez lo disimilábamos mejor ante nosotros mismos.


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