Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 19 de diciembre de 2016

La forma del desconocido. «Tiempo» de Vicente Luis Mora


TIEMPO, de Vicente Luis Mora 
Pre-Textos, Valencia, 2009

Este volumen titulado Tiempo por Vicente Luis Mora (1970) evoca un lugar: el desierto de arena de yeso de White Sands: «En el centro del tiempo / mi lugar es el espacio». Pese a su aspecto de paradoja, acaso esta cita no lo sea: de muy cerca o de muy lejos, perdida la perspectiva convencional, las fronteras entre tiempo y espacio se desdibujan. Es la imagen que transmite en el presente la ciencia; de la física cuántica a la astronomía, la realidad no se parece en nada a lo que se ve. Con este bagaje de conocimientos el personaje poético de Tiempo se adentra en uno de los lugares extremos del planeta: un desierto. Entrar en un desierto —sugiere el poeta— es también dar un paso al frente en otros dos espacios igualmente extremos: el universo y el yo. Universo, desierto y yo comparten una misma condición, se diría, real. Tal vez también filosófica: el universo se expande y disgrega, «este desierto / fue una única roca / blanca, de yeso / compacto» y el sujeto reconoce que «hay / en mí / la misma / desintegración». Esta es la primera virtud del libro, de índole conceptual: la recomposición del continuo con que se concibe la vida desde los cielos hasta la conciencia. Vigente en todas las civilizaciones antiguas, incluidos los romanos que siempre orientaban sus pasos y su quehacer, tal vez sea la mayor ausencia de los tiempos modernos. La restitución del continuo por parte del poeta no tiene una finalidad arqueológica, busca verificar el tamaño exacto de la fragmentación de la experiencia. El desierto es metáfora acertada: uno y disgregado a la vez («el tiempo / no se puede explicar / con un discurso / —siempre irreversible— / sino con metáforas»). 
    Desde el punto de vista poético esta restitución del continuo fragmentado con la metáfora del desierto crea un reflejo también formal. ¿Se trata de un único poema o de una colección de adagios? —se pregunta el lector que percibe ambas escrituras. En su construcción se adivinan materiales de orígenes diversos (científico, histórico, filosófico, psicológico, diarístico, periodístico, narrativo, coloquial...). Por todos ellos sin embargo ha pasado la decisiva erosión del estilo que dispersa y acumula: «Y la erosión / los convirtió / en arena». Igual que cada cadáver abandonado en el desierto forma «pequeños obstáculos que la arena va cubriendo, anunciando sus pequeñas lomas una duna naciente», Mora sugiere que cada lectura, cada conocimiento, cada experiencia forma una nueva duna en la textura del poema. Esta idea poética se expresa siempre contemplando la comunión reestablecida —para compartir resquebrajamiento— entre sujeto, realidad y universo: «Las dunas blancas / y yo encima, / tinta sobre / página» de un libro, se sobreentiende, que sólo el cosmos puede leer. Esta es la segunda virtud de libro, la metapoética: ofrece un renovador marco formal coherente con la pretensión conceptual de Tiempo
    Las estrategias conceptual y formal han de desembocar ciertamente en una intención poética, acaso también filosófica y artística, pues Mora funde siempre las fronteras entre estas tres disciplinas: si la primera «sitúa», la segunda «coloca» y la tercera «hace» (pág. 26). La cohesión temática del poema emana de una búsqueda que se podría formular con una pregunta: ¿qué sabemos en verdad sobre el universo, la realidad y el yo? La respuesta va impregnando el poema con la blancura insoportable para los ojos que refleja el sol en las arenas de yeso —«lo real nos deja ciegos»—; porque para contemplar el desierto es necesario hacer un vídeo y verlo: «El simulacro grabado, / la representación, / es más real / que lo real». Los conocimientos deslizan bajo las dunas no su saber sino su hueco: «No sabemos / qué rige / nuestro mundo».

El Ciervo nº 706. Enero de 2010

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