Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 8 de abril de 2017

La juventud que no cesa: Kenneth Koch


Perros ladrando en la nieve 
Kenneth Koch 
Kriller 71 ediciones: Barcelona, 2016 
Traducción de Sílvia Galup y Aníbal Cristobo

Tras la estela John Ashbery (1927) y Frank O’Hara (1926-1966) se traduce ahora otro poeta de la Escuela de Nueva York, Kenneth Koch (1925-2002), quien dejó escrita la loa de aquella época: «Frank tan seguro de su / talento… y John infeliz y brillante y bobo… nunca / fui tan feliz con nadie / como lo fui con esos amigos». Se trata de un escritor poco conocido aquí hasta ahora, solo Jordi Doce había vertido al castellano algunos poemas antes y firma ahora un certero retrato en el prólogo a esta antología editada por Kriller 71, cuyo catálogo ya ha presentado la obra de poetas estadounidenses de gran interés, como Mary Jo Bang, Richard Jackson o Ben Lerner. 
    Kenneth Koch publicó su primer libro en 1962, a una edad tardía, a punto de entrar en esa curva que toma la vida a los cuarenta, en la que ya a nadie se le puede confundir con un joven, y sin embargo sus poemas parecían escritos por un adolescente: «Tu pelo era rubio y tú eras preciosa. Me preguntaste, “¿La mayoría de los chicos piensan que la mayoría de las chicas son malas?”… / Madre caminaba por el salón… / Padre entró con su corbata Dick Tracy…». El libro se titulaba Thank you and other poems. En la década siguiente, ya con cincuenta años, se diría que Koch había rejuvenecido aún más: «¡Qué raro fue oír cómo movían los muebles en el apartamento de arriba! / Yo tenía veintiséis y tú veintidós». La edad y las fechas fueron importantes para Koch, que solía consignar estos datos, aunque rara vez coincidieron la biografía del profesor de Columbia que acumulaba trienios y su poesía, que prefería evocar la década de los cincuenta y cumplir veintitantos. Incluso cuando su poética asume que el tiempo ha pasado, lo hace con un cierto retraso: a los setenta y cinco años, en el 2000, publica su poema «A mis cincuenta». 
    La obra entera de Kenneth Koch está construida sobre esta poética adolescente y juvenil, algo desarreglada, pero cuya ironía y lenguaje resultan aún hoy sorprendentemente frescos; poemas que evocan nombres fugaces de chicas y recuerdos de viajes realizados con la bolsa al hombro, pero que contienen una visión del tiempo y de los temas que lo atraviesan cuya hondura no conseguiría un poeta metafísico. Se explica bien la admiración que ha despertado entre los mejores poetas estadounidenses —Ashbery le llama «tesoro» y Simic «gratificante» en la faja de promoción que añade el editor, y ambos tienen razón—, Koch ha logrado la cuadratura del círculo de la escritura: crecer hacia la infancia. De hecho, la colección de casas de escritores y artistas reunida en Straits (1998) parece un cuento para niños que sin embargo condensa, en la ingenuidad de su trazo, la imagen palpitante de cada autor: «Ludwig Wittgenstein vivía / en una casita / en Viena / salió / y se fue a vivir / a otra casa / en Inglaterra / no paraba de salir / y entrar todo el tiempo…» 
    En la presente antología destaca una extensa poética: «El arte de la poesía», publicada en 1975, donde lo didáctico y lo festivo se funden sin jerarquías. En sus versos, también largos, Koch da una clave esencial de la singularidad de su «forma». La épica resulta aburrida y «escribir únicamente lírica es ser alguien triste, quizás». De ahí que Koch sueñe con revitalizar la «poesía dramática» que «parece imposible en nuestro tiempo». «Para escribir poesía dramática / uno tiene que concebirla como una respuesta a lo que uno dice, como yo ahora estoy concibiéndoos». Y esa inclusión del lector en el diálogo es exactamente la piedra angular del atractivo que mantiene la poética de Kenneth Koch, tan «gratificante» y juvenil como resulta a cualquier edad una conversación entre amigos.




[Quimera nº 402 Mayo, 2017]

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