Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 4 de febrero de 2017

Poética de la espera. «Nada se pierde», antología de Jordi Doce


NADA SE PIERDE, de Jordi Doce 
PUZ, Zaragoza, 2015

Acierta Jordi Doce (1967) al reunir sus «poemas escogidos» porque sus libros han quedado dispersos o en editoriales desaparecidas. Su énfasis cronológico al dividir los textos en tramos, sin embargo, resulta solo informativa, porque apenas se distinguen fases de composición; al contrario, lo que el libro desarrolla es un único argumento —el de su escritura— con una rotunda unidad estilística. Llama la atención el lema optimista que titula un conjunto que se presenta como obra de un esfuerzo vano, perdido: «tu afán es un enjambre de palabras / que esculpen en el aire su derrota». Es posible, pues, que el título tenga una lectura en clave pesimista: nada pierde quien nada ha logrado. 
    En uno de sus primeros poemas, que rescata de dos títulos que olvida en su bibliografía, el poeta es consciente de su oficio: «cuidar el mundo, / el cómplice latido del mirar /…/ para reconciliarnos con la vida». Se podría añadir que se prepara para este oficio adentrándose no solo en su tradición literaria, sino también en una de las más densas, la inglesa, en la que es reconocido especialista. Muy pronto también, en el poema «Grajos» —que se convertirá en motivo recurrente—, el «mirar», lejos de reconciliarle «con la vida», le convierte en «Ser quien se ocupa / de bajar las persianas». En cuanto su obra arranca, ahora, el poeta es el que no ve, o mejor, solo adivina «sombras» —quizá la palabra más utilizada en el libro—, «Se enturbia la mirada», «la vida lo ofusca» y solo percibe «lo oscuro… preñado de materia». En el paso siguiente descubre la propia derrota de la escritura: «No hay nada que decir, / nada con qué decirlo» porque «Nada tengo» y «Nada ocurrió que pueda recordarse». Este es el conflicto central de la poesía de Jordi Doce y posiblemente también de la poesía contemporánea: «Hablamos por hablar, o no hay palabras, / la oscuridad las enterró en sus pliegues». El conflicto a partir del cual construye su poética. 
    Muestra su poesía aspectos temporales, pero el tiempo cronológico deja paso, en los poemas, al tiempo meteorológico. Es la observación del clima del día —casi siempre en otoño, en noviembre, o en invierno, enero y febrero son los meses más citados— la que acaba acaparando el protagonismo temático de los versos. Parece, al principio, una metáfora temporal; luego quizá se piense que lo accidental sustituye a lo esencial no visible para quien «lo mira / en un mapa de ausencias», con un yo disgregado —«mi rostro no es mi rostro»—, que, sin embargo, sí toma una opción cuando alcanza lo más hondo de su despersonalización: «Llegado a la raíz del laberinto / —yo mismo— / no dudo en elegir la voz de los sentidos». Es decir, las sensaciones (climáticas, cromáticas, espaciales…) no son ningún sustituto, son el propio pensamiento poético. La posibilidad de una escritura. La única poética en tiempo, acaso inacabable, de «espera».

[El Ciervo nº 756. Marzo-abril, 2016]

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