Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 15 de mayo de 2017

Las nubes de la tarde. Poesía de Ricardo Defarges (1933-2013)


A CUENTA DE LA NOCHE, de Ricardo Defarges. 
Pre-Textos, Valencia, 1997 

Desde mediados de los años 80 la poesía española ha conocido una época con destellos que tal vez, en la distancia, acaben por convertirse en dorados. Este brillante panorama quedaría incompleto, sin embargo, si sólo se tuviera en cuenta a los poetas jóvenes de esos años, puesto que uno de los fenómenos más relevantes del período ha sido la sorprendente recuperación de autores de generaciones anteriores. Se trata, en general, de poetas que empezaron a escribir y publicar en su juventud, pero que más tarde mantuvieron un largo silencio editorial, que en ocasiones alcanzó los 20 años, como Pablo García Baena o José María Fonollosa, poetas de los años 40 sólo recuperados décadas más tarde. Y entre los que se dieron a conocer en las décadas siguientes –pese a que su obra más emblemática y renovadora sólo se haya publicado a partir de 1980-, destacan Luis Feria, Antonio Gamoneda, María Vitoria Atencia, Manuel Padorno y Rafael Pérez Estrada. 
    A esta somera lista se debe añadir el nombre de Ricardo Defarges, que nació en Barcelona en 1933, publicó su primer libro en 1962 y tras años de silencio, reanudó su obra en 1991 al publicar Con la luz que declina. El presente A cuenta de la noche es, pues, la segunda entrega de una celebrada recuperación poética. 
    La poesía de Defarges sigue fiel al tema que se consolidó en el seno de la generación del 50: el paso del tiempo y los estragos de la temporalidad. Es la suya, sin embargo, una fidelidad que ha generado matices singulares, tal como señalan dos versos del primer poema: «El tiempo mata, pero también muere / a manos de la vida». Esta paradoja, la muerte del tiempo que mata, señala el rumbo que va a tomar su lectura particular del tema. Se trata, en efecto, de una suerte de poemas póstumos, en el sentido que le dio a este término Jaime Gil de Biedma; es decir, aquella escritura que nace después de haber de haber padecido y después de haber nombrado la corrosión temporal: «Derruido está el templo, mas la vida no ceja». 
    Esta condición póstuma afecta también a otro tema clave en la poética de los 50: el amor. El sentimiento amoroso concebido después del amor se manifiesta de dos formas: una es la ausencia («Te has ido lejos...» empieza un poema), la otra es la venalidad de los «breves encuentros». Y en ambos casos prende aquella fuerza de la vida que había brotado entre “la ruina del tiempo”. Así el poema «Respuesta al amor» concluye de esta forma: «Lo que pierde el amor, / la existencia vacía ha de ganarlo». O el titulado «Viaje al amor», que en unos delicadísimos heptasílabos constata cómo el amor «...echa sus raíces / en suelo hostil: (venal, / lejano, no correspondido). / Pero amas este amor». 
    A pesar de que sea ésta una poética de afirmación vital, resulta difícil calificarla como optimista en la línea de Jorge Guillén. Siempre en los poemas de Ricardo Defarges está presente el hecho de que se escribe después de haber afirmado que «el tiempo mata», algo que inhabilita su afirmación vital para el optimismo. 
     Defarges sigue concibiendo el poema como una reflexión moral, aunque ahora, desplazados tiempo y amor, ésta se concentra en el espacio. La meditación nace de la visita o del recuerdo de lugares dispersos en el mundo (Creta, Irán, Dinamarca...) que se evocan sin ningún énfasis y con pocos elementos descriptivos. Los asuntos principales en estos textos sobre lugares continúan siendo esos actos mínimos, de carácter póstumo, donde prende la vida después de la vida. Un matiz que enriquece la ya rica tradición poética de la segunda generación de posguerra, cuya historia literaria –ya cerrada en falso por algunos críticos- está aún escribiéndose en libros como A cuenta de la noche.

[El Ciervo nº 568-569, julio-agosto de 1998]


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ANTOLOGÍA POÉTICA (1960-2000), de Ricardo Defarges 
Col. El hombre sentado, El Ciervo, Barcelona, 2003 

Esta es la tercera ocasión en la que Ricardo Defarges realiza un recuento de su obra. En 1974 Poesía (1956-1973) reunía íntegros sus tres primeros libros —de los cuales sólo uno, El arbusto, se había publicado once años antes. Este volumen iba precedido por un espléndido y modélico estudio de Francisco Brines. En 1985 una Antología poética seleccionaba estos tres títulos, más otro posterior, de un modo convencional, e iba precedido por un prólogo del autor que buscaba subrayar la íntima sincronía de su obra poética con su tiempo. Ahora, casi una década más tarde, con dos títulos nuevos posteriores —aunque uno estuviera apuntado ya en 1985— decide revisar por tercera vez lo publicado. Pero en esta ocasión, sin embargo, ya no existe el acto reflejo de la reunión o la convención de los títulos tal como se editaron; de la lectura de esta nueva Antología poética se destila una imagen más sólida y rotunda de la poesía de Ricardo Defarges. El conjunto alcanza un significado global, casi un «argumento» (en sentido guilleniano). 
    Lo primero que sorprende es la división de la antología en dos partes, sin ningún dato ni datación alguna. La inflexión entre una y otra, pese a seguir el orden tanto cronológico como temático dentro de los libros originales, se produce en el interior de un libro. La segunda parte arranca en la sección III de Con la luz que declina, libro de 1991 anunciado ya en parte en la antología del 85. El hecho carecería de importancia si este simple división, unida a un criterio selectivo inflexible y certero, no proporcionara, de súbito, una lúcida reordenación interna de la obra en dos ámbitos poéticos. 
     Los poemas del primer Defarges están escritos desde una ruptura y un estancamiento existenciales («en el alma detenida y rota», «al corazón inmóvil») que le impiden, interrumpen o enfatizan el diálogo del sujeto con el mundo. La aparente continuidad de la armonía exterior resulta incapaz de incluir bajo su manto alegre y en sosiego («alegría» o «calma» son términos que se repiten) un yo fragmentado y gélido. Un conflicto de identidad se adivina bajo la mirada discontinua del sujeto, o mejor, la precaria identidad del sujeto consigo mismo. El objeto de esa precariedad esencial, que provoca una lancinante actitud existencial, no se aclara en el curso de la primera parte. La temporalidad y la muerte se apuntan a veces, aunque el lector intuya que acaso el protagonismo de estos temas se deba, en parte, a la época, obsesionada por ellos. Un vistazo a los poemas eliminados de esta Antología le anima a seguir intuyéndolo, pues son muchos los poemas sobre el tiempo que han sido descartados. La identidad en precario queda esbozada, pero su índole permanece oculta. 
    El corte realizado por Defarges en la línea continua de su poesía supone una revelación: «déjame que lo diga: amo tu muerte, / que no es tu fin, sino tu vida misma», con estos versos concluye el poema «A Jaime Gil de Biedma» y con ellos emerge otro sujeto poético. Éste, con una personalidad plena, ajeno ya al conflicto que le enfrentaba a sí mismo, desde el primer poema se afirma rotundo frente al mundo, que ahora aparece con su triple rostro: la cultura, los lugares y la biografía. Tres aspectos que el sujeto encara y enjuicia sin ocultaciones. Y es aquí donde el lector empieza a comprender el sentido íntimo del «alma rota» y del «corazón inmóvil», asediados por un amor que no lograba reconocerse en la experiencia fragmentaria del amor («Tras los breves encuentros»); ahora afirmado, y reconocido, como la vida.

[El Ciervo nº 637, abril de 2004]

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