Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 18 de junio de 2017

I Congreso de Escritores Profesores / Barcelona, 11 de marzo de 2008



A los 14 años Robert Walser fue obligado por la familia a dejar la escuela para entrar en un banco como aprendiz. Robert Walser no fue alumno de instituto, no pudo serlo, no le dejaron serlo. Tal vez por eso a los 17 años escribió, para su primer libro en prosa, Los cuadernos de Fritz Kocher, todas las redacciones escolares que ningún profesor le había pedido, donde contaba las peripecias de una clase a la que no había asistido y realizaba los ejercicios escolares que nadie le había solicitado. En una de esas redacciones, titulada tópicamente «La Escuela», el que no era alumno de ninguna escuela, Robert Walser, definió la institución en la que nosotros hemos dejado muchos años de nuestra vida con una lucidez que conviene convocar ahora para centrar el debate: «El más pillo o el más pobre de la clase tiene derecho a poseer los mejores conocimientos y la máxima capacidad de aprender. Nadie, ni siquiera el maestro, le prohíbe manifestarse como poseedor de tales conocimientos. Se le respeta, si es brillante; y todos se avergüenzan del ignorante.» Me gustaría que esta definición de Walser, que sin duda sirve como piedra angular de la institución escolar, lo fuera también de la literatura. Escuela y literatura serían tal vez lo dos únicos lugares donde no cuenta el origen ni la fortuna con los que uno llegue a ellos, sino su capacidad de aprender, el dominio de los conocimientos y su genio creador.
   En mi vida como profesor de secundaria y escritor he sido devoto de un pequeño santoral de profesores de secundaria que han sido para mí modelo y significado de esta combinación no siempre bien comprendida por la sociedad. Recordaré esos nombres brevemente por tratar de centrar, a través de lo que significaron, algunos asuntos relevantes.
El primero de ellos, el más grande acaso, al que yo rindo casi veneración es Georg Friedrich Grotefend (1775-1853), profesor de latín. En 1802, con 27 años, sentó las bases para descifrar la escritura cuneiforme; las redactó en un documento de 40 folios (titulado Praevia de cuneatis, quas dicunt, inscriptionibus persepolitanis legendis et explicandis relatio), y las envió a la Real Sociedad de Ciencias de la Universidad de Gotinga, cuyo secretario leyó en el remite "profesor de instituto", se sonrió irónicamente y apartó el trabajo de la vista y consideración de los reales profesores universitarios. Cuarenta años permaneció en el ostracismo Grotefend y su luminoso y genial trabajo (el término "genial" es utilizado unánimemente por todos los historiadores y asiriólogos). Hoy se considera, en su honor, 1802 como la fecha en la que se desveló la escritura mesopotámica. Grotefend es un ejemplo claro de que en la vida, fuera de la escuela y el instituto, en muchas ocasiones no rige la ley del respeto al conocimiento, sino la de la posición social. Y frente a ella, siempre se alzará la genialidad de Grotefend como símbolo de que el conocimiento está de nuestra parte, no de parte de la sociedad.
   El segundo nombre que quiero convocar aquí es el del escritor francés Julien Gracq (1910), que falleció el pasado 22 de diciembre, y hasta su jubilación en 1970 fue catedrático de geografía e historia de un instituto de París; antes lo había sido en Quimper, en Nantes y en Amiens. Gracq es autor de una obra que le guarda fidelidad absoluta a su idea de la literatura. La publicó en ediciones de pequeñas tiradas que nunca se reeditaron en bolsillo. Rechazó premios y honores importantes que pocos escritores están en disposición material y editorial de rechazar. Siempre he estado convencido de que Julien Gracq pudo escribir exclusivamente cuanto quiso y del modo que quiso, sin ningún sometimiento a las modas editoriales de cada época, si es hoy un modelo de independencia y honestidad en la escritura, fue gracias a su profesión docente, muralla que le permitió no profesionalizarse en la literatura que, a mi modo de ver, es la causante de kilos y kilos de escritura inútil, circunstancial, alimenticia y, al cabo, hojarasca vocinglera que borra y acalla los signos de la senda solitaria por la que debe caminar cada escritor en busca de sí mismo.
    El tercer nombre que quiero convocar esta tarde es el de quien nos ha convocado a todos: Antonio Machado. Machado fue modelo para nosotros en tantas cosas que aburriría enumerarlas. Sólo me voy a fijar en una, precisamente la que se celebra en el congreso itinerante que hoy despliega su parada en Barcelona. En 1907 Machado llega a Soria, destinado como profesor de francés en su instituto. Viene de Madrid, y llega a Soria. Uno se imagina ese destino docente y se echa a temblar. Cuántos profesores no habrán tenido la misma sensación que tuvo Machado al ver unidos por primera vez su nombre y el de la pequeña ciudad castellana. Acaso su primera pregunta fuera: ¿y por dónde caerá Soria? «Et destinen a una població on no havies posat mai els peus. Aterres al cor d’una ciutadania, al moll de l’os de la part sensible: el jovent en formació» —así empieza Toni Sala su Petita crònica d’un profesor a secundària. Cuantos hemos sido profesores conocemos esas jugadas del destino. Antonio Machado era, además, escritor. Un poeta modernista que había publicado un libro lleno de torpezas que hoy leemos con encanto, poco más. ¿Fue Soria para Machado la tumba del poeta en ciernes que llegó allí destinado? Todo lo contrario. De qué modo Machado supo convertir ese poco afortunado destino burocrático en un Destino —ahora con mayúsculas— biográfico y poético. Siempre he pensado que esa también fue una lección que nos dio y que acaso resulte tan interesante para guiar nuestras vidas de profesores y de escritores como las que emanan de la luminosidad de sus versos.

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