Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 30 de junio de 2013

POETAS APOYADOS EN EL QUICIO DE LA MANCEBÍA. El «Prostíbulo Poético» en acción en el Teatreneu



Después de tres meses actuando las noches de los sábados en el Teatreneu de Barcelona, el «Prostíbulo Poético» cerró el sábado 29 de junio su temporada. La sala estaba llena. Incluso el teatro había colocado junto a las paredes algunos taburetes para aumentar el aforo. El público era joven. De hecho, el conjunto del espectáculo tenía un aspecto generacional. Tanto sobre el escenario como en las sillas, todos parecían tener la misma edad, salvo (ay) el cronista. Sin duda este aspecto ha de tener algún significado, pero como lo desconozco —sólo los jóvenes de la nueva generación estarán en el secreto— prescindo de especulaciones.
                Como espectáculo el «Prostíbulo Poético» es una especie de franquicia local de una experiencia neoyorquina exitosa, el Burdel Poético (The poetry brothel). Sé que se esperaría que comentara este hecho con cierta distancia crítica, sin embargo, mi opinión se acerca al entusiasmo. Sería desconocer la época no darse cuenta de la uniformidad cultural y referencial en el mundo occidental (por decir algo). Un joven o una joven neoyorquinos y sus coetáneos barceloneses comparten en su formación cultural y social un tanto por ciento elevadísimo de referencias comunes: les han explicado prácticamente lo mismo en la universidad, han escuchados la misma música y visto idénticas películas, y si su afición les ha llevado más allá en lo cultural, han leído a Paul Auster y han visto las obras de Mamet. Esta uniformidad no es producto de su manera de ser generacional, en absoluto, sino el modo como sus mayores han moldeado la sociedad para obtener una rentabilidad cada vez mayor con el crecimiento constante de los mercados. De modo que una buena idea neoyorquina es, por regla general, una idea rentable también en cualquier barrio periférico de la gran manzana. Como el nuestro. Si de ello se benefician editoriales, exhibidores y discográficas, no veo por qué no han de hacerlo también un pequeño grupo de poetas barceloneses.
                Más interés que cuestionar el origen de la idea tiene fijarse en su valor conceptual. La conductora del acto, en papel de Madame de prostíbulo, insiste en que sobre el escenario no hay actrices (ni actores), sino putas. Es decir, poetas. Matiz importante para la valoración del espectáculo: no se presenta como teatro, sino como realidad.
                Auden dejó dicho que si alguien le preguntaba por su profesión decía que era profesor, sobre todo para no incomodar al interlocutor si le dijera que era poeta. No hay ninguna otra dedicación que obligue al disfraz para evitar la incomodidad de un desconocido. Salvo, claro, la de dedicarse a la prostitución. Poetas y putas comparten, pues, una primera condición: su manera de ganarse la vida no está aún aceptada por la sociedad.
                La bohemia finisecular y el arte por el arte aunaron definitivamente en el imaginario cultural la figura de poetas y prostitutas. Ambos compartieron los mismos locales, calles, barrios y noches, también similar exclusión social y con frecuencia parecida miseria económica. Pero el vínculo más estrecho entre rameras y poetas (la «a» con la que se viste el morfema me libera de hacer especificaciones masculinas y femeninas) es, sin embargo, conceptual. Ambos necesitan a otro para cumplir su oficio, alguien —ese otro— que es por definición un desconocido con el que sin embargo establecen una plenitud de intimidad que ha de ser, por fuerza, asimétrica. El otro posee en esta relación íntima siempre un papel dominante: es el que paga (el servicio, el libro…). Putas y poetas, por el contrario, carecen de control sobre el destino de su intimidad. Una vez entregados a su oficio, se les supone las puertas completamente abiertas a aquello que, en sociedad, requiere privacidad máxima. El carácter esencialmente público y abierto de la sexualidad y de los sentimientos los empareja frente al resto de las dedicaciones humanas, que se mantienen prudencialmente alejadas de estos aspectos.
                Tal vez por esta razón la tradición del cabaret literario, que el Prostíbulo Poético acomoda a la época, ha sido siempre intensa. Por esta razón también resulta tan sencillo establecer el transvase simbólico entre estos dos mundos, el de la prostitución y el poético, y que cuaje con facilidad en una fórmula que atrae a un público general, posiblemente ajeno por completo a la lectura de la poesía. Primer acierto.
                Por otra parte, aquella conexión histórica entre bajos fondos y bohemia literaria acabó  mezclado el mundo de los poetas, que tradicionalmente es el de los sentimientos, con los ambientes mundanos, cuyo mundo tiene los claros límites —unas veces limitados; otras, ilimitados— del sexo. En el «Prostíbulo Poético» la simbiosis parece una necesidad. Y de hecho lo es. Esta mezcla de sexo y sentimiento, presente en la mayor parte de los poemas recitados, no parece sin embargo una característica exclusiva de estos poetas, sino compartida por su público. Es difícil siempre establecer la frontera entre aquello que parte de un individuo hacia el colectivo, y aquello que el colectivo le pide al individuo. Tampoco creo que esté demasiado estudiado. Con el tiempo, el colectivo aprecia siempre las innovaciones del individuo (piénsese en Kafka, Pessoa o Van Gogh), pero en un segmento sincrónico tiendo a pensar que una sala llena (o un éxito literario) lo está porque siente colmada una exigencia previa. Así pues, imagino que el hecho de entreverar sexo y sentimiento (lo diré así, porque el orden siempre altera el valor de los factores en el lenguaje) satisface una demanda cultural de la sociedad del presente. Y acaso apunte hacia un conflicto no siempre explícito.
                La superestructura de los poemas leídos por los poetas —que lo son— del Prostíbulo Poético presenta una historia de amor con un alto ingrediente sexual interrumpida por un súbito abandono o rechazo (sin que aparezca el motivo) que resulta insoportable para el sujeto. La segunda parte de la historia se narra desde un punto de vista muy conservador: la amada, abandonada y despreciada por el amante, queda en un absoluto desamparo sentimental. El abandono, el desamparo y el sentimiento implicado se presentan con las características más conservadoras, y acaso rancias (por el tiempo que llevan repitiéndose y por los géneros que las han encumbrado, desde la copla hasta Corín Tellado). La primera parte, sin embargo, la historia de amor, se escribe como un éxito no del sentimiento, sino del sexo, con un despliegue de detalles que cabría calificar como liberales. Un sexo liberal y un sentimiento conservador.
No es este un conflicto nuevo, claro; de hecho, una célebre canción (¿popular?) ya había zanjado el dilema hace décadas: «Extraños en la noche». Los dos extraños que se miran en la primera estrofa, «¡Juntos vivirán! sin reproches, / y no se sentirán extraños nunca más!». (Qué bonito lo de «sin reproches», que no olvida el inicio ilícito de la relación). Parece un final obvio, pero no lo es. Esta canción sacraliza el encuentro casual (solo por el atractivo sexual) como una posibilidad de encuentro también de sentimientos. Con final feliz: para toda la vida.
Esta exaltación de la capacidad del sentimiento conservador para domesticar el sexo liberal es lo que parece fracturarse en el universo imaginario de los poetas del Prostíbulo y, posiblemente, también en el imaginario de su público. Es la reaparición de la asimetría entre sexo y sentimiento, con catastróficas consecuencias para el segundo. Este podría ser el tema del espectáculo poético que ha puesto en escena la compañía del Prostíbulo Poético con éxito. No me queda más remedio, ahora, que admirar su propuesta conceptual. Juntos putas y poetas, sexo y sentimiento, hay un tercer elemento que los une, su condición del víctimas del sexo cuando este se alza en entidad independiente del sentimiento. Es más, el propio sentimiento (poético) se encarna en la gran víctima del sexo liberal.
El acierto del «Prostíbulo Poético» no se encuentra pues, en los juegos de referencias cruzadas, sino en apuntar hacia una de las contradicciones más lacerantes de la sociedad del presente, que se entrega del modo más acrítico al sexo liberal con una mentalidad cuya actitud acrítica, precisamente, consolida los arquetipos sentimentales más conservadores. Si Antonio Rabinad encontró en «la monja libertaria» el emblema de su época, el signo de la nuestra sería «la prostituta beata». Acaso el símbolo que también encarnen los poetas de este Prostíbulo que, me olvidaba confirmarlo, es poético. Con mayor o menor calidad, encarna la mirada de la Poesía sobre el presente. 

[Inédito]

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