Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 14 de enero de 2017

El dulzor de la ironía. «Cháchara», de Juan Bonilla


Cháchara, de Juan Bonilla
Renacimiento, Sevilla, 2010

Ciertos títulos proclaman ya una poética. Así lo hizo cien años atrás El mal poema (1909) de Manuel Machado (1874-1947), y en su estela así lo propone Juan Bonilla (1966) con Cháchara, término que parece presentar la escritura lírica a propósito devaluada —frívola, inútil—. Hace cien años el contexto al que el «mal poema» servía como contrapunto estaba claro: la «buena» poesía modernista, ornamental y huera. Hoy, cuando tantas corrientes de signo diverso conviven en las librerías, tal vez parezca un entorno más difuso, aunque su vigencia se descubre nada más leer el poema inicial. Empieza: «Mi dni…»  y sigue con la lista de datos que identifican al poeta: tarjetas de crédito, números clave, contraseñas… «Creo que nunca antes un poeta / había puesto tanta intimidad / al alcance de sus lectores». El valor irónico de «cháchara» como revulsivo frente a ornamentos y trascendencias vanas no se refiere a la escritura, sino al escritor, al «Yo»; término que descompone, con una hilarante parodia de la filosofía posmoderna, en: «La Y es un tirachinas / la o una piedra». Y lo que cree que se ha de hacer con el «Yo» queda claro en los dos últimos versos: «Arrójala contra tu propio tejado / y deshazte del arma». Que es, además, la descripción literal del argumento de este libro.
Las maneras de desvirtuar este «Yo», emblema de un individualismo ensimismado y sacralizado por la época contemporánea, constituyen la trama de Cháchara. Un modo es la ironía inmisericorde, en la que Bonilla es un maestro, como queda claro en el poema inicial. Otro camino es la intensa actividad desmitificadora de su poesía, capaz de corroer cualquier tópico bienintencionado relacionándolo con las imágenes más crudas. Hay un ejemplo diáfano de su estilo: «Y de repente el cielo / —como un exhibicionista— / se abre su gabardina gris / y nos enseña a todos / un pornográfico rayo de sol». Estas son dos maneras de desacralizar el «Yo» desde fuera del yo, externas. Cháchara añade otra vía, ahora interna, que se puede formular con el título de un poema: «¿Quién soy si soy yo?». Es decir, la descomposición del «Yo» desde el propio yo. El texto así titulado realiza una interesante relectura pessoana y entiende la biografía como «una carrera de relevos» en la que cada edad esgrime una identidad que nace y muere: «La sucesión de extraños: mi equipo». Otro poema, «Anfield Stadium», busca la identidad del sujeto en las gradas abarrotadas de un campo de fútbol: «y somos una multitud de unos que suman uno: / un alma falsa». A partir de esta paradoja a Bonilla no se le escapa ninguna de las contradicciones que asolan la vida del sujeto en la sociedad de masas: desde los sueños y aspiraciones hasta el olvido, desde el «abrigo» de la muchedumbre hasta «el regreso a casa / con las manos hundidas en los bolsillos llenos de cosas / que no pueden compartirse». Porque, en efecto, la existencia de ese «Yo» desmesurado es el impedimento esencial para la comunicación.
   Si utiliza el poder corrosivo de la ironía, la parodia y el sarcasmo contra el «Yo» hiperbólico y sacralizado del arte y la literatura modernos; si ensalza los lugares detestados por su ensimismamiento intelectual, como son los estadios y los centros comerciales —«Vida. Vida por todas partes, vida sola, / sin arrebatos de esperanza, sin doctrinas»)—, ¿ofrece algo como alternativa? Sí, la Cháchara como conversación, la intrascendencia de las cosas que se llevan en los bolsillos y gusta compartir: ciertos recuerdos, las incertidumbres (—«Ah si pudiera devolver / a mis huesos la sensación de Dios»—), la poesía en la calle, el brillo de un instante. 

[El Ciervo nº 712. Julio-agosto, 2010]

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