Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 24 de noviembre de 2016

Cesário Verde y la ciudad moderna


1
En la estrofa inicial del primer poema del Libro de Cesário Verde el transeúnte lee: 

 Talvez já te esquecesses, ó bonina,
 Que viveste no campo só comigo, 
 Que te osculei a boca purpurina, 
 E que fui o teu sol e o teu abrigo. 

(Quizá ya has olvidado, oh preciosa, / que viviste conmigo en la campiña, / que te osculé la boca purpurina / y que tu abrigo fui y también tu sol)

El poema completo apareció impreso por vez primera, en las páginas del «Diário da Tarde», el día de San Valentín de 1874. Apenas unos días más tarde Cesário, el segundo hijo de un ferretero de la calle Franqueiros, en Lisboa, cumpliría veinte años. 
   Hay en esta estrofa algunas palabras interesantes. Está, en primer término, ó bonina, que emparenta por vía directa con el «Ai minha senhor velida» del trovador medieval. Una misma tradición nutre ambas exclamaciones, es cierto, aunque ahora el ideal ha descendido desde la más alta jerarquía del pensamiento hasta el suelo de los mortales e incluso hasta la vida cotidiana del poeta: «has olvidado... que viviste conmigo». Esta palabra, esquecesses (has olvidado), resulta igualmente curiosa. Señala una crisis; una grieta que resquebraja algo más que una relación sentimental. El idealismo amoroso y toda la ideología que este desencadena naufragan en este verso, abandonan la nave poética, se ahogan. 
  Dos palabras más atraen el comentario. Una es campo, porque, tal como la tradición indica, se refiere al ámbito convencional de los encuentros amorosos descritos en la lírica. Las siguientes estrofas, que recuerdan la vida conjunta de los amantes, se desenvuelven enteramente en un medio natural y rústico (afastados da aldeia, se lee en la novena estrofa). Campestre, sí; pero no rural. Los juegos amorosos de los poetas hace siglos que ya no conservan nada del mundo rural. En la antepenúltima estrofa Cesário cuenta cómo la tristíssima Helena, inopinadamente, entra en un convento. Culminada la inexplicable ruptura, el poeta se abandona a una soledad casi existencialista

E eu passo, tão calado como a Morte, 
Nesta velha cidade tão sombria... 

(Y yo paso, callado como Muerte, / Por esta vieja y sombría ciudad...) 

Esa cidade se la saca Cesário del sombrero, pues no figuraba en ninguno de los movimientos del poema; o mejor será pensar que aparece repentina y consecuentemente tras consumarse la crisis del idealismo amoroso tradicional cuya metáfora era su opuesto, «campo». El dato es sugerente y revelador: ¿existirá una relación directa entre esta crisis y aquella nueva realidad que palpita bajo la ciudad moderna? De momento en esta cidade parecen brillar más presagios y augurios que certidumbres. 
    En el tercer verso aparecen una última palabra importante; o tal vez dos: osculei y purpurina. Al igual que ocurría con el anterior, estos dos términos arraigan el poema en el pasado. Ese rancio «oscular» remite a un lenguaje artificioso propio de una literatura con afición a elevarse sobre el lenguaje real; y esa adjetivación, «purpurina», susurra sin coartadas la condición sagrada de dicho lenguaje, como sagrado se considera el acto que nombra. 
    La alianza entre lo literario y lo retórico, amparada en la concepción sagrada del valor poético, ocupa una parte decisiva de la historia de la poesía. Exaltada con frecuencia, esta alianza ha sido también repudiada por quienes han creído ver en ella el enmascaramiento de la verdad. Como Platón.

2 
Sócrates interviene al final de El Banquete para reconducir la opinión de sus predecesores en el debate sobre el amor. Su reflexión se construye al paso que desenmascara las contradicciones ocultas bajo el enramado retórico de Agatón, el poeta. Contra él espera Platón hallar la verdad: contra la inútil belleza de su discurso. Agatón, un poeta que posiblemente también daría «ósculos en la boca purpurina» (aunque tal vez con menos gracia que Cesário): «Digo, pues que de todos los dioses —afirma la voz melódica del poeta en El Banquete—, si puede decirse sin cometer un crimen, es el más feliz, porque es el más bello y el mejor». Sócrates le obligará a tragarse esas palabras. Y hará bien: ¿qué poética se fundará en semejante ditirambo de cartón-piedra? 
   Antes de que Agatón y Sócrates se apropien del debate, Platón deja intervenir a cuatro voces incautas: el joven Fedón, el viejo Pausanias, el médico Erixímaco y el cómico Aristófanes. Lo que estos dicen no trasciende el nivel de lo episódico, pues sólo el duelo perverso entre poeta y filósofo dicta doctrina. 
  Ahora bien, sería abusivo pensar que las florituras de Agatón representan la palabra de los poetas, sobre todo porque los mejores entre estos han preferido siempre crear un universo episódico antes que un sistema organizado de raciocinio. Da la impresión de que los poetas se sienten más cómodos en papeles secundarios: de joven —como Sá-Carneiro—, o de viejo —como Pessoa—, incluso de médico —como Miguel Torga— o simplemente de cómico, como Cesário Verde. 
   De hecho, en esos pensamientos marginales a veces se descubre un insospechado vínculo con lo que nos ocurre en la modernidad. Cabe recordar entonces lo que cuenta Aristófanes en la noche del banquete. Según el cómico las personas en su origen fueron redondas y dobles, y pertenecieron a una de estas tres especies según su sexo: hombres, mujeres y andróginos. Esta constitución, sin embargo, complacía poco a Zeus, quien decidió dividirlas en dos partes simétricas. Consumada la división «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y cuando se encontraban se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de volver a la primitiva unidad, que padecían de hambre sin la otra»; esto escribe Platón por boca de Aristófanes, y concluye: «De ahí procede el amor que naturalmente sentimos los unos por los otros, que nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablecernos la antigua perfección». La nostalgia de la «antigua perfección» sugiere la existencia de un lugar, de composición fragmentaria, donde los individuos añoren un origen perfecto. ¿En la historia, habrá existido un lugar así? ¿Qué concepto social compartirá parentesco con esa separación primigenia y traumática? 
    ¿La emigración, tal vez? «Emigrar —escribe John Berger— siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de fragmentos». Y ese lugar que reúne los centros del mundo desmantelados no puede ser otro que la metrópoli, esa entidad extraordinaria surgida a partir de la revolución industrial que no suma nacimientos sino que multiplica emigrantes. 
    Si en la ciudad moderna se constata la división original y forzada de la persona, sea por emigración directa o simbólica, necesariamente la ciudad será también el ámbito donde lo fragmentario anhele recobrar la unidad perdida. De hecho, esta idea de la urbe como el lugar donde de súbito es posible recuperar la «antigua perfección» al reconocer, en una tumultuosa calle, la verdadera mitad desconocida no le es en absoluto ajena, por ejemplo, a Baudelaire. Ni a Walt Whitman.

3
Baudelaire fue el primero en convertir la ciudad moderna en tema de la poesía lírica —tal como explica Walter Benjamin—. Y uno de los tópicos de ese nuevo tema que más fortuna ha tenido es precisamente éste: el repentino reconocimiento, en mitad de la barahúnda, del amor verdadero. 
   De igual modo que el poema «Correspondances» sirvió como manifiesto de una nueva corriente literaria, el simbolismo; el soneto «A une passante» inaugura un tema poético cuya fortuna no ha cesado aún de prodigarse. Una calle atronadora y de súbito pasa una dama, de luto, alta, elegante. Al verla, el poeta cree beber, en su mirada, el lívido cielo donde nacen los huracanes. La belleza de la desconocida le devuelve la vida como los relámpagos la luz en mitad de la noche. Las dos figuras se cruzan en direcciones opuestas sin que tal vez el tiempo logre reunirlas nunca más: «O toi que j'eusse aimée, ô toi que le savais!». ¿No suena aquí el eco lejano de aquella peregrina teoría de Aristófanes: «tú a quien yo hubiese amado, tú que bien lo sabías»? 
    Donde la trama mítica imaginada por el cómico griego suena debajo, con una literalidad asombrosa, es en un poema de Walt Whitman con un título semejante al anterior: «A un desconocido»: «¡Desconocido que pasas! No sabes con cuánto ardor te contemplo, / debes ser el que busco (esto me viene como en sueños), / seguramente he vivido contigo en alguna parte una vida de gozo /... / tú creciste conmigo, fuiste un muchacho conmigo o una muchacha conmigo / he comido contigo y he dormido contigo, tu cuerpo ha dejado de ser sólo tuyo y ha impedido que mi cuerpo sea sólo mío /.../ debo esperar, no dudo que te encontraré otra vez, / debo cuidar de no perderte.» 
     Baudelaire y Whitman han convertido un mero encuentro casual (encuentros abstractos los denomina la sociología) en una reflexión lírica trascendente, sea sobre lo eterno o sobre la soledad. (Qué inútiles, por cierto, los debates sobre el amor entre Sócrates y Agatón ante poemas como estos, y qué revelador sin embargo ha resultado Aristófanes). Rimbaud supo, algo más tarde, quitar hierro y trascendencia a estas encuentros pasajeros. El poema que dedica «A la música», una deliciosa descripción urbana, concluye con tres estrofas pletóricas de gracia y de inmanencia amorosa: «Yo, bajo los castaños de indias, desgalichado como un estudiante, voy siguiendo a las chicas alertas, que lo notan y miran hacia atrás, y se ríen con los ojos llenos de indiscreciones. Y yo sigo mirando, sin decir una palabra... Et mes désirs brutaux s'accrochent à leurs lèvres (Y mis deseos se cuelgan de sus labios).» 
   Cesário, a quien el prematuro desplante de la campestre Helena había condenado a la ciudad, no tardará en descubrir los solícitos nadires de la vida urbana. O dicho al revés, que también es posible: Lisboa empezará a ser una ciudad de su tiempo gracias a los galanteos abstractos de Cesário Verde.

4 
 Cesário Verde nace en Lisboa un 25 de febrero del año 1855; casi cuatro meses más tarde de que Arthur Rimbaud lo hiciera en Charleville. Ambos podrían haber asistido juntos a la escuela. El hecho de haber nacido uno en la capital y otro en el campo ha grabado en sus biografías los mismos viajes, aunque en sentidos opuestos: Césario huyendo siempre hacia la provincia y Rimbaud camino de la gran ciudad. 
   Rimbaud publica por vez primera en 1870, con quince años, y el mismo día que cumple los dieciocho, un 20 de octubre, Cesário, que aún no los tiene, se estrena, en el Diario de Lisboa, con tres poemas. En 1873 Rimbaud recorría Europa de la mano de Verlaine. A partir de estas fechas se constata que ni Lisboa es París, ni Cesário estaba dispuesto a llegan tan lejos como Rimbaud. No obstante, en la biografía de aquél no faltan ni los escándalos —modestos— tras la publicación de sus poemas, ni las renuncias —fugaces— a la poesía, que en ambos tienen un carácter comercial, pese a que uno traficara con armas y el otro exportara fruta. 
     El portugués sólo superó la leyenda del francés en un dato: Rimbaud murió con 37 años. Cesário con 31. 
    Rimbaud tenía 15 años cuando escribió aquel poema en el que perseguía a las chicas por el parque. Cesário, con 20 recién cumplidos, publica poemas sorprendentemente parecidos, como «Deslumbramentos»: 

 Milady, é perigoso contemplá-la, 
 Quando passa aromática e normal, 
 Com seu tipo tão nobre e tão de sala, 
 Com seus gestos de neve e de metal. 

Este deseo súbito que despiertan los encuentros casuales en las calles de la ciudad aparece descrito, claro, desde la visión lírica del adolescente de Charleville o del joven de Lisboa. Pero en un poema posterior, «Cristalizações», Cesário —en coherencia con su deseo realista— logra objetivar ese mismo tema al describir el cruce fugaz de una actriz con unos calceteiros que pavimentan, piedra a piedra, las aceras de la ciudad: 

 Como animais comuns, que uma picada esquente, 
 Eles, bovinos, másculos, ossudos, 
 Encaram-na sanguínea, brutalmente: 
 E ela vacila, hesita, impaciente 
 Sobre as botinhas de tacões agudos. 

(Como animales que un picor irrita, / Ellos, bovinos, fuertes, muy huesudos, / Sanguíneos la miran brutalmente: / Y ella vacila, duda, se impacienta / Sobre botines de tacones finos.)

5
Las ediciones ilustradas del Livro de Cesário Verde, cuya edición póstuma de 1887 se debe a los desvelos de un amigo, suelen reproducir el único poema que se conserva manuscrito (pues en 1919 un incendio destruyó la casa solariega de la familia con todos sus papeles y libros): una primera versión de «A débil», cuyo título primitivo —según se lee en el original— era «Na cidade». 
  El poema describe un encuentro fortuito entre dos desconocidos que desencadena un súbito sentimiento amoroso, próximo al evocado por el soneto de Baudelaire. El cambio de título, de «Na cidade» a «A débil», resulta significativo. En la primera opción se otorga el protagonismo, de una manera consciente, a la ciudad, como si de ésta dependiera directamente el sentimiento provocado en el poeta. Su segundo título modifica esa perspectiva para centrarla exclusivamente en la figura que ha suscitado el deseo. Pese al cambio, «En la ciudad» era el título más acertado para nombrar lo que ocurre en el poema. 
  Aquella antigua unidad perdida que la visión del desconocido parecía devolver, y que en el soneto de Baudelaire se apuntaba en un reconocimiento de la mutua atracción, explícito en su último verso («tú a quien yo hubiese amado, tú que bien lo sabías»), aparece ahora evocada en el soberbio paralelismo de sus dos primeros versos: 

 Eu, que sou feio, sólido, leal, 
 A ti, que és bela, frágil, assustada, 
 Quero estimar-te, sempre, recatada, 
 Numa existência honesta, de cristal. 

(Yo, que soy feo, sólido, leal, / A ti, bella, tan frágil y asustada, / Quisiera amarte, siempre, recatada, / En una vida honesta, de cristal.) 

En una típica estructura encuadrada, aquí se sitúa también la primera cumbre significativa del poema. La narración de los hechos que han desencadenado la afirmación amorosa se inicia después, en las estrofas siguientes: el poeta, sentado en la mesa de un café, al verla pasar momentos antes, delgada y rubia, en medio de un Babel antiguo y corruptor, tiene la tentación de ofrecerle el brazo. Y cuando ella socorre a un miserable, él, que bebe una copa de absenta, rechaza la botella porque de repente siente que ella le está convirtiendo en bondadoso y saludable. El poeta contempla el cuerpo puro de la muchacha en un vestido inmaculado. Una turba ruidosa, negra y espesa, que vuelve de las exequias de un monarca, invade las calles. La figura blanca, esbelta y fina se ve amenazada por la masa de curas y altos funcionarios, como una tímida paloma entre cuervos negros. Y es entonces cuando él, hombre varonil, decide dedicarle su pobre vida de poeta: 

 A ti que és ténue, dócil, recolhida, 
 Eu, que sou hábil, prático, viril. 

La hisoria contada en el poema revela el sentido exacto de ese paralelismo de opuestos que ofrecen los dos primeros versos (feo/bella...); y muesta además de qué manera esta oposición remite, en línea con lo imaginado por Aristófanes, a aquella unidad primigenia. Es cierto que en un primer momento las imágenes del «yo» poético y del «tú» que pasa son opuestas, pero resultan falsos contrarios puesto que uno -el yo- ha sufrido un proceso de corrupción (vida de café, absenta...) que le ha apartado de la pureza original. Pureza que, una vez observada en el tú, hace que el yo reviva en su interior su primitiva condición, cuya símbolo es el súbito amor desencadenado. 
    El paralelismo de los dos últimos versos, una vez recobrada la unión ideal, no es ya de opuestos, sino de complementarios (tenue-hábil...). Es decir, una vez identificados las dos figuras en la pureza de una de ella, sus imágenes dispares ahora, en lugar de separarlos, los acercan más, los complementan reforzando aquella unidad idealmente alcanzada.

6
El primer poema del Libro de Cesário había evocado el amor en un marco natural y el cilicio del abandono en la ciudad. Eso era al principio, cuando aún constreñían la imaginación del adolescente ecos románticos. Tras descubrir verdadero sentido de la vida en la ciudad, ésta no tardará en convertirse en el marco «natural» de los amores. 

 Lembras-te tu do sábado passado, 
 Do passeio que demos, devagar, 
 Entre um saudoso gás amarelado 
 E as carícias leitosas do luar? 

 Bem me lembro das altas ruazinhas, 
 Que ambos nós percorrremos de mãos dadas: 
 Às janelas palravam as vizinhas; 
 Tinham lívidas luzes as fachadas. 

Así empieza, por ejemplo, el poema «Noite fechada» cuya figuración recuerda, por cierto, algunas pinturas de Picasso. Aquellas que pintó, por ejemplo, en sus primeros viajes a París, como la serie «Amantes en la calle». A través de estos cuadros, el veinteañero Picasso descubre —igual que lo había descubierto Cesário— que la imagen de la pasión es uno de los temas fundacionales de la ciudad moderna: la intimidad natural alcanzada por los amantes en plena calle está en relación directa con la proporción de libertad y heterogeneidad que ofrece la vida urbana.


24 de enero de 1996

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