Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 25 de diciembre de 2014

Contribución de Café al «Réquiem por la literatura española»


1
Conocí a Miguel Dalmau hace muchos (acaso muchísimos) años. Antes de que abandonara la ciudad por Palma de Mallorca, cuando vivía en un precioso ático en la calle Muntaner que estuve a punto de heredar. Había llegado de la mano de Pedro Zarraluki a la tertulia informal y casi nada literaria que manteníamos los jueves en el Bauma. Le acompañaba la aureola de escribir crítica en La Vanguardia, aunque —salvo a Pedro, que ya había publicado dos o tres novelas y dos o tres libros de relatos, y estaba empeñado en seguir aumentando la lista— ese aspecto tampoco nos resultaba demasiado útil. La mayor parte de los integrantes de aquella tertulia éramos escritores —de eso no cabe duda— sin obra publicada ni por publicar. Es decir, ni escrita ni por escribir. Éramos virtualmente escritores. Se dirá que es poco, tal vez porque no se valore lo suficiente el papel de pioneros de lo «virtual» que encarnamos. Yo, que sí lo valoro, creo que fue mi época más brillante como escritor: no pasaba trimestre sin que fuera invitado a unas jornadas, a un congreso o cualquier fiesta literaria que se celebrara. Después cometí el error de empezar a escribir y se acabaron los convites. 
   Miguel Dalmau, a quien todos llamábamos «Mito» por su propensión a mitificarlo todo, no se sabía muy bien de dónde había llegado, ni por qué escribía en La Vanguardia. En general, creo que lo considerábamos un poco excesivo para nuestra condición virtual: había leído demasiado, sus ambiciones eran explosivas y se saltaba todos los protocolos del dulce aura mediocritas en el que tan complacidamente vivíamos. Él lo que quería ser es un genio. Una rareza, porque nosotros ya lo éramos. Eso nadie lo cuestionaba, salvo él por el mero hecho de aspirar a serlo. Discutía siempre, sobre cualquier afirmación por elemental que fuera. Creo que eso me gustaba, aunque lo he olvidado. Era vehemente. Y rompía siempre las conversaciones por arriba. A nosotros nos gustaba establecerlas por abajo —sobre los nombres comunes de nuestra realidad literaria más inmediata— y él ponía encima de la mesa los Grandes Escritores Universales de los que solo en ocasiones conocíamos el título de sus libros. Así era difícil discutir. Si uno trataba de dilucidad las bondades de la primera novela de Martínez de Pisón o de Justo Navarro, él las comparaba con La montaña mágica y ya no había conversación posible. 
   Nada más nacer mi hijo una amiga, que había tenido tres, nos vaticinó: como son en la cuna, lo serán siempre. No he descubierto mayor verdad. Y lo mismo podría decir de Miguel Dalmau, el coautor de La mala puta (Sloper, Palma de Mallorca, 2014), que parece que continúe en el libro hablando en una mesa del Bauma mientras Marcelo trata de servirnos, una manzanilla a mí, una cerveza a él. Sigue siendo quien fue. 

Antes de entrar en lo que Dalmau y Román Piña Valls cuentan en el libro necesito una digresión más. En nuestra época se habla y se escribe casi indistintamente, sin a veces diferenciar una cosa de otra. Se escribe como sucedáneo del coloquio y se escribe también literariamente. Ignoro las precauciones que se toman para diferencia una de otra. O al contrario, para no diferenciarlas. Existe, sin embargo, una gran distancia entre hablar y escribir. La condición inherente a la oralidad es su desaparición inmediata tras haberse producido. Las virtudes del carácter efímero de la lengua hablada son inmensas. Baste pensar en la devastadora energía e inutilidad que costaría conservarlas. Se habla por el placer de hablar. Y de escuchar. La escritura es un fenómeno de una dimensión diferente: su función básica es preservar el conocimiento. Bueno, en realidad tiene dos: formar en la destreza de la escritura para poder preservar con acierto el conocimiento, y la tarea de preservarlo. Hoy esta dimensión parece diluida en un mundo en el que no hay personas analfabetas y el conocimiento ya no se preserva en escritura alfabética, sino digital. Sin embargo, a mí me queda una duda: ¿tiene legitimidad transferir a la escritura —a la que teóricamente ha de perdurar, la que los libros recogen— lo que se habla en la mesa de un café? No digo que lo que se dice en el café no pueda ser germen de la escritura, sino dejar escritas esas opiniones que no aspiran a perder su carácter oral. 
   A mí me ha gustado leerlas porque me han recordado mi juventud, las incontables conversaciones vertidas al océano de lo inexistente desde la mesa de un café. Tal vez eso ya baste para justificarlas. 


Empezaré diciendo que La mala puta, en especial la parte escrita por Miguel Dalmau, ha despertado en mí la misma actitud contradictoria que mantuve siempre ante mi amigo Mito. Y que hoy, más informado que ayer, no dudaría en denominar «cuántica». Es decir, admiro y aborrezco sus opiniones con idéntica intensidad. Me deslumbran y me enervan al mismo tiempo. Estoy de acuerdo y en desacuerdo ante las mismas frases. Si trato de ser menos tremendista y más analítico diré que veo con claridad la debilidad argumental de sus ideas —lo que no me gusta—, pero que me dejo seducir por el carácter intrépido —temerario, a veces— de esas mismas ideas y por el tono vehemente con el que son expuestas. Así he leído el libro, en esta contradicción pura. 

4 
En el subtítulo del libro se lee: «Réquiem por la literatura española». Y el argumento esencial es este: la Literatura Española ha muerto. Escribir un libro con este tema ya es un acierto: ver desnudo al rey —como decía Salvador Espriu en un poema—. Como el presente escrito no es una reseña, me ahorro resumir las ideas de Dalmau y Piña al respecto. Están en el libro y son fáciles de leer. De hecho, más que leerlas, uno a poco que acerque la oreja las oye. Lo que me apetece es convertirlas en coloquio. Es decir, intervenir en la misma mesa en la que se expresan para echar otra leña diferente en su hoguera oral. La oralidad opera siempre por cooperación. Lo que todos los que intervienen en una conversación saben al final de esta es siempre mucho más de lo que sabían individualmente cuando la iniciaron. No siempre el diálogo funciona así —se diría que hemos contaminado la oralidad con la escritura: hay tantos que hablan como si estuvieran leyendo lo que dicen—, pero tal vez no sea un despropósito que la escritura funcione como un diálogo… «en diferido», tal vez. 


Hay un muerto. Dalmau & Piña aciertan. No creo que sea la Literatura Española. El cadáver que se pasea por los ámbitos donde debería caminar un vivo es el de la Historia de la Literatura Española. Hay una pequeña diferencia. La Literatura es la escritura. La Historia de la Literatura es la lectura. No creo que la escritura agonice. La escritura no es democrática, nunca lo ha sido. Aunque la inmensa mayoría de escritores languidezca, basta que uno escriba para que la Literatura se salve. Pensar que ese uno no existe es un exceso de pesimismo. La lectura es otra cosa. La lectura sí tiene matices democráticos. Sí se basa en consensos, en «crédito» —como tan bien lo dejó dicho Gabril Zaid—. El muerto es la lectura, es decir, la Historia de la Literatura Española. 

6 
Me gustaría aportar algunas reflexiones de café a este asesinato. Se busca un culpable. Nunca hay un único culpable, pero eso no implica que se siga buscando. Quizá todos hayamos contribuido a la muerte de la Historia de la Literatura y descubrir las culpas sea también descubrirse uno mismo. Es posible. 
   La Historia de la Literatura es el obvio compendio de conocimientos y valoraciones del pasado literario, pero es también el conjunto de conocimientos con los que enfrentarse a la comprensión del presente, no tal vez como Historia, sino simplemente como valoración. Es el bagaje que se le supone al lector que va a leer un libro para pronunciarse sobre él. En un período reciente —que posiblemente coincida con las últimas décadas, paradójicamente, de Democracia— la Historia de la Literatura ha pasado de poseer un valor dinámico para la lectura y comprensión del presente, a enfriarse —congelarse— como mero modelo para interpretar el presente. 
    Esta es una mera intuición —opinión vertida a la nada de la mesa del café, ni sé por qué la escribo—, no puedo respaldarla con datos objetivos, aunque sí puedo decir dónde la he visto encarnada. En múltiples ocasiones he coincidido en jurados de Premios Literarios con profesores y profesoras universitarios encargados de impartir cursos de Historia de la Literatura Española. Ni se me ocurriría dudar de su competencia profesional en sus respectivas especialidades. Es más, a alguno o a alguna —no a todos— hasta es posible que lo respete intelectualmente. En los debates de los jurados de Premios Literarios con frecuencia se establecen debates poco encauzados, algo caóticos. Es en estos casos cuando cada individuo apela a la argumentación más personal —digamos también, menos profesional— para defender sus gustos. Y por lo general he observado la siguiente regla: cuanto más vinculada una persona se encuentre profesionalmente a la Historia de la Literatura más conservador es su criterio para juzgar el presente. Pasma escuchar que un influjo directo —a veces a una parada del plagio— de Machado o de Lorca subraya la importancia de un libro. Y pasma que se señalen como méritos de una obra literaria del presente que escriba sonetos con rima consonante o que hable del mar como del morir. La velocidad con la que uno deja de pasmarse ante estas cosas da cuenta de su extensión. Y la lectura sí es democrática: si los líderes del conocimiento escrito divulgan la idea de que solo lo que perpetúa las ideas existentes posee valor, al poco tiempo solo eso tiene valor. Y en ese momento la Historia de la Literatura habrá dejado de proporcionar criterio para pensar el presente. Es decir, habrá muerto por falta de aire para respirar. Una muerte, tal vez, natural
    En mi adolescencia, en plena agonía de la dictadura, la atracción que sentí hacia la Literatura no era ajena a una concepción dinámica de la Historia de la Literatura. Estudiar los impulsos de la Edad Media o del Siglo de Oro estaba para mí muy claro que servía para comprender, mejor que cualquier otra disciplina de conocimiento, lo que ocurría en el presente y lo que le daba un sentido. Dudo que un adolescente o un joven actual puedan ni siquiera plantearse esta cuestión. Lo que les enseñan —lo que les estamos enseñando— es un cadáver en el congelador.  


No es esta, sin embargo, la única muerte que ha sufrido la Historia de la Literatura Española. Hay quien ha intentado asesinarla conscientemente. Digo mal. Que la ha asesinado. Es una generación. La Historia de la Literatura Española se nutre desde fuera por los trabajos de los filólogos, pero desde dentro se alimenta de la propia red que forman en torno a ella (acaso entonces sin mayúsculas) los propios escritores. Crecí creyéndome, por el mero hecho de escribir, inquilino de esa institución. Inquilino no porque me incluyera en la Historia de la Literatura, eso ni se me ocurría pensarlo, sino por el respeto y admiración que me producía. No pensaba que era algo que se había acabado en 1927, sino que el edificio continuaba en obras para dar cabida a todo cuanto acontecía y a cuando aconteciera. Ese pensamiento me condujo a familiarizarme con el resto de inquilinos. A buscar razones para el respeto y a congratularme cuando las encontraba. No eran pocos los autores a los que detestaba, siempre como a vecinos que a uno le caen mal por algún defecto que se niega a comprender. Es decir, ni se me pasaba por la cabeza echarles del edificio de la Historia de la Literatura porque no me gustaran. Simplemente eran inquilinos antipáticos. Y el edificio de la Historia de la Literatura nos acogía a todos, aunque supiéramos de antemano que los áticos solo estaban reservados a unos pocos. De hecho estábamos, creo, dispuestos a aceptarlo con la única condición de que se nos admitiera en el prorrateo. Y la consecuencia natural de vivir de alquiler en el edificio de la Historia de la Literatura era la familiaridad con el resto de vecinos. A unos les gustaban más los franceses, a otros los italianos, o los norteamericanos… pero nadie dudada de que el conocimiento y la discusión de lo propia estaba en el epicentro del gusto literario. 
   La red que le proporcionaba vitalidad desde dentro a la Historia de la Literatura en las últimas décadas ha desaparecido. Una generación entera la ha roto por completo. Se ha ido. Ha dicho, sencillamente, no es mi casa, no son mis vecinos, me dan igual. Es posible que incluso se haya dicho: «no son más que una casta». Yo me largo a otra tradición, no tengo nada que ver con mis antecesores. No sé quiénes son ni me importa saberlo. Mi única ascendencia es tal y tal escritor norteamericano, o japonés, o de donde sea. Y esta generación desde la prensa, las editoriales, la crítica… ha divulgado una idea: ¿por qué leer un libro en su lengua original si uno tiene la oportunidad de leer una traducción? Donde haya una traducción, que se quite el original. Una idea como otra cualquiera, pero que a diferencia de las demás… ha triunfado.
     Dalmau habla del conflicto entre llamados y elegidos. Creo que eso ya ha pasado a algún manual de sociología. La frontera actual está entre antiguos y modernos. Dalmau, que es un elegido, es un escritor antiguo. Yo, que soy un llamado, también. Y en este caso ambos lo tenemos todo perdido: cuando a uno le llaman antiguo no tiene nada que hacer. Lo moderno seduce. Lo antiguo aburre. Si existiera una lectura dinámica capaz de comprender los fenómenos literarios por debajo de la espuma que producen tal vez entonces existiera una esperanza. Pero la lectura ha muerto asfixiada. ¿Quién lee? ¿Los editores actuales leen? ¿Los libreros actuales leen? ¿Los críticos actuales leen? ¿Los profesores actuales compran libros? ¿Dónde están las pruebas que lo confirmen? Solo queda la pose, la imagen. Y los modernos siempre fotografían mejor. Ya no hay Historia de la Literatura porque toda una generación ha decidido prescindir de ella. Es decir, ha decidido que lo que Sea que Ocurra empieza con ellos.
     Quedan más asesinos de la Historia de la Literatura por interrogar: Internet, las políticas editoriales, los planes de estudio, la muerte del padre en la divulgación literaria… qué sé yo. Pero para seguirlas tendría que pedir otro café. Y para eso sería necesario estar en el Café. Y seguir hablando (con alguien).

[Inédito]

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