Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 2 de diciembre de 2016

El ser de la lengua según Juan Gelman


EL EMPERRADO CORAZÓN AMORA, de Juan Gelman
Tusquets editores, Barcelona, 2011

Con más de ochenta años, tras importantes reconocimientos que han culminado con el Premio Cervantes de 2007 y con la notoriedad que eso implica en los medios de comunicación, el bonaerense Juan Gelman (1930) ha publicado un libro de extraño título, El emperrado corazón amora. Cuando se presiente en la sociedad una atención mayor hacia una obra poética, no es raro que el autor prime los valores comunicativos. Lo primero que sorprende en este nuevo libro de Gelman es la ausencia de cualquier compromiso con la medianía: casi trescientas páginas de poemas que exigen, cada una, varias lecturas para empezar a hacerse comprensibles. Y cuando se vislumbra la dimensión creativa del volumen, la sorpresa crece exponencialmente. Juan Gelman ha dado un paso más allá en su propia obra, virando sobre algunos virajes de las últimas décadas, y quizá un paso más allá también en la propia concepción del poema contemporáneo.
   Una buena parte de la meditación sostenida de este libro —junto con la memoria, la locura y el amor— está dedicada a la palabra. En un mundo hipercomunicado, «Las / palabras y su naturaleza / traen caballos con sed». Este es el punto de partida: la necesidad de recargar las palabras, de alimentarlas. La razón también aparece explícita desde el principio: «La lengua / habla según amor que se le tiene». La tradición moderna había exaltado el amor a la lengua y la vertiginosa fosilización de las ideas ha convertido la proclama en un tópico más que, ahora, descubre su realidad: la desatención, trivialidad y coloquialismo empobrecido se convierten en norma de uso lingüístico, en contra de la lengua («lenguas que mendigan / un poco de verdad»). Se olvida que «la palabra, ella, / [es] la que nació de milagros de ser». Se olvida que la lengua nos es, porque «Sacar al ser de la lengua / crea un desierto donde vagan / bestias ciegas». Este es sólo el punto de partida de la indagación gelmaniana. El camino queda trazado también con lucidez: «Decirlo en voz alta es un lugar / de la conciencia apenas / cubierto por substancias vulgares». Todo el libro es un dictado en voz alta desde la conciencia. Un adentramiento en el habla —no en lo coloquial, que es el polo opuesto— hacia lo desconocido de su esencia, revitalizando la vía que abriera César Vallejo.
   Este amor a la lengua se manifiesta en la caligrafía de cada verso: sus significados huyen de los estereotipos con los que el sentido figurado anquilosa las palabras, las difumina, unifica y confunde. El significado no cierra las frases, las deja de par en par: la lectura de cualquier poema de este libro carece de un suelo donde sustentarse. Sólo es una atmósfera en la que el sentido acude en la misma medida en la que no acude. Se desvela en él tanto como lo que queda oculto, o por decirlo con una frase que le gusta repetir al poeta: «vos, que existís y no existís». Unos versos lo expresan con una claridad que pasma: «Lo comprensible es incomprensible / y ningún verbo o luna azul / cambiará su destino». Poesía de la conciencia, sí, pero que se remonta a la conciencia misma antes de que comprenda, es decir, antes de que trace los raíles por donde va a discurrir su comprensión. No es al valor moral ni al valor ético de la conciencia al que se apela, sino a un estadio más hondo, donde «La existencia y la inexistencia de / las cosas doran sus preguntas», donde «el tiempo que esperabas / vivió en tu boca». Egregio poema de amor a la lengua este que ha escrito Gelman para mostrarnos qué pobremente la amamos.

El Ciervo nº 724-725, julio-agosto de 2011

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