Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 28 de noviembre de 2013

Eduardo Moga presenta «Insumisión» en La Central del Raval


La tarde pinta rara. Unas gotas mal avenidas van dejando su urticaria sobre el asfalto. Quien había cogido el paraguas —porque así lo anunciaba el parte— y lo había vuelto a dejar en su sitio —incrédulo— avanzaba hacia La Central del Raval como un arrepentido. Presenta su libro Eduardo Moga. Insumisión. Un buen título. De la época. Que da para empezar a hablar por ahí. Así lo hace Jesús Aguado, que es quien lo presenta. Insumiso de la poesía biempensante, de la poesía de hojaldre y de merengue. No utiliza estas palabras, pero como no recuerdo cuáles usa, escribo estas, que me suenan a las que pronuncia. Habla, eso sí lo recuerdo, de «poéticas decorativas», y cuando lo dice a Moga se le escapa una sonrisa.
           La poesía de Moga, poco decorativa en general, tiene una rareza dentro de nuestro momento. Cada libro suyo se presenta con las cualidades de una poética consolidada, que al lector le da la impresión que es el puerto de llegada de una obra madura. Cada título. Pero al siguiente las cualidades han cambiado, sin que se advierta la transición, mostrando otra poética igualmente consolidada. Como de toda una vida. Así empezó el poeta cosmológico que fue en La luz oída (1995), un libro inicial que sería para cualquier otro poeta la culminación de una obra. Del mismo ciclo parece El barro en la mirada (1998) que es, sin embargo, un extenuante recorrido en busca de la identidad, como si el poeta para mirarse en el espejo tomara el camino inverso a este y necesitara rodear por completo el planeta hasta llegar a contemplarse. El corazón, la nada (1999) o Unánime fuego (1999) amparaban en el poema en prosa una irracionalidad más contenida, que aún no había descendido a tierra, sino que elevaba lo terreno a las constelaciones de la imagen lingüística. Poco después, en La montaña hendida (2002) o en Soliloquio para dos (2006), su poesía aterrizaba. El erotismo inflamado que había latido siempre bajo sus versos prendía por fin fuego al bosque púbico de lo contingente («Tetas: la realidad, / la amenaza»).
              A la realidad llegó Eduardo Moga para quedarse. De hecho, como si siempre hubiera estado aquí. Las horas y los labios (2003), Cuerpo sin mí (2007) o Bajo la piel, los días (2010)  son extraordinarios ejercicios de comprensión de lo real. También hercúleos trabajos de identidad. Ahora ya no necesita recorrer el universo para encontrarse, pero la vuelta a la habitación donde escribe no se realiza con un esfuerzo verbal menor. La ingente energía —solo comparable a una explosión de índole atómica— que despliegan los poemas de Eduardo Moga en el acto de la comprensión de la realidad carece de paradigma o de referentes.
             El dibujo de esta evolución, que no solo afecta a temas que cambian, sino a una radical metamorfosis del estilo y de la escritura, me deja siempre pasmado. Porque es vertiginosa —no sé si existe algún poeta contemporáneo que haya trazado un arco tan gigantesco— y al mismo tiempo invisible. Desde la imagen irracional y cosmológica hasta la imagen realista —aunque realismo no signifique aquí una descripción superficial de los visible, sino lo opuesto, la transformación de la complejidad de lo real en materia verbal— hay un océano sin aviones que lo recorran.
              En todas estas cosas pensaba mientras iba sorteando los goterones que el sarampión de la lluvia dejaba en la piel del asfalto. Porque Eduardo Moga había vuelto a dar un salto y ya no estaba donde me había acostumbrado a pensarlo, sino en otro sitio. Insospechado. Porque Insumisión (2013) y el poema «Dicen» (2013), publicado en un libro colectivo, habían vuelto a pillarme desprevenido. Y Moga ya estaba, como si siempre hubiera estado ahí, en otra parte del espectro estético del presente.

Eduardo Moga y Jesús Aguado. Barcelona. 27 de noviembre de 2013

Eduardo Moga se mantiene fiel en sus presentaciones a una única captatio benevolentiae de toda la vida. Desde que le vi presentar La luz oída le oigo disculparse por escribir poemas largos. Bueno, de hecho, ahora sí escribe poemas largos; antes no, en sus inicios escribía poemas extraordinariamente largos. Poemas que raramente bajaban de los tres mil versos. O versículos. Explica, porque con el tiempo ha sabido encontrarle argumento a la disculpa, que en la conjunción de una escritura que al mismo tiempo que fluye construye encuentra su ideal. Bien descrito. Flujo y construcción. Secreciones y sillares. No se me hubiera ocurrido una definición más acertada de su estética.
             Hay en este nuevo Moga de Insumisión una reversión de uno de sus principios compositivos: el del carácter unitario de cada libro. O mejor dicho, el hecho de que cada libro está siempre formado por un único poema. En Insumisión ha tratado también de que así lo parezca. En la estructura, férreamente establecida desde fuera con la alternancia de poemas en verso y poemas en prosa, y en los tres textos que elige leer en La Central esta tarde. Los tres firmemente enlazados por el tono y el ámbito. Pero en Insumisión ya no hay un único poema, sino la excepcional ambición de construir un único poema con materiales irreconciliables. Con una sarcástica estampa de Aznar y con una recreación escalofriante del suicidio de Paul Celan. Con el lenguaje de la sátira y con el lenguaje ensimismado de la introspección amorosa. Por primera vez las suturas se ven. Forzosamente han de verse, porque la lectura es una navegación, y los cambios bruscos del viento afectan a las condiciones de quien lee.
             Su pretensión, una ambición estética casi de época, —más evidente aún en el collage de «Dicen» que en Insumisión— es reunir bajo el amparo de la poesía lo fragmentario y deslavazado, y también los sinsentidos, acasos, contextos y trivialidades —no por ello a veces menos dolorosas—, que convergen en el sujeto que escribe. Una suerte de poema total de la realidad verbal del sujeto. Un paso más allá. El primer acierto de esta renovada poética de Moga es lo que, al plantearla, deja en entredicho: el poema como sumisión a lo poético, el poema como depuración de la realidad, como idealización de lo agreste (ah, el espíritu del barroco cómo late debajo). Eso es lo que delata. Lo que pretende construir: la atonalidad de un presente que registra el mismo día, acaso, la lectura de una Elegía del Duino y las declaraciones radiofónicas de Esperanza Aguirre.
            La «liturgia» —palabra que pronuncia el poeta con el dolor de acertar— acaba con el colofón de un pequeño coloquio. A medias todos sabemos de qué se habla y a medias no. ¿Son válidas todas las interpretaciones? ¿Son legítimas todas las valoraciones? Es curioso que sea precisamente este el asunto que aparezca. Pero ya no da tiempo a averiguar por qué. Es tarde. Un aplauso cierra el acto. Fuera, en la calle, la lluvia se ha quedado en vana amenaza. El frío obliga a caminar un poco más rápido y a abreviar las conversaciones. La tarde pierde sus rarezas. Constato que la poesía es la única patria donde me encuentro en casa.

[Inédito]


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